Entre
acólitos y disidentes
Luis
Pla
Filósofo y investigador
luispvargas@eresmas.com
Parece
haber un momento inevitable en que admitimos que la voluntad se adapta más a
las circunstancias y se aplica menos a su posible modificación. En tal admisión
interviene probablemente más la experiencia que cualquier especulación
racional. Es entonces cuando, selectivos como siempre somos, encontramos,
incluso en aquellos que históricamente más han hecho por transformar a los
hombres, como Rousseau o Marx, la conciencia de la aguda dificultad que ello
implica. Sólo con mucho esfuerzo se puede persuadir a la voluntad ajena; puede
generarse un cambio de conducta, pero difícilmente un cambio de actitud. Como
animales torvos y obstinados que se empeñan en llevar el agua a su molino, nos
proponemos mutuamente ideas, patrones de gusto, ejemplos de virtud, a medias
conscientes de la inutilidad de la tarea. Las vidas de santos tuvieron su era
dorada, sin duda. Pero si patrones ajenos se imponen hoy, aspirando modificar
las conciencias, ya es sólo como fruto de vastos esfuerzos colectivos, que la
psicología social explica sin reparos, pero en los cuales el individuo aparece
como dato a punto de extinguirse. Incluso los ritos de paso, que han motivado páginas
bellísimas como las del Werther, de
Goethe, son cristalizaciones sociales de cuya arbitrariedad se da cuenta el
sujeto cuando cabalga sobre el desencanto. Más ridículas todavía son las
pretensiones de vuelta atrás, los intentos de recuperar un Shangri-La privado, los cuales, por cierto, son fomentados por
nuestra época adocenada y consumista. Los numerosos Peter Pan de hoy día responden como nadie al tiempo que les ha
tocado vivir y, simultáneamente, son de un conservadurismo irreprochable: se
cierran a la posibilidad de algo que no sea su marchita adolescencia. Los
antiguos griegos, de los que, entre otras cosas, lo hemos heredado todo,
indicaban que todo objeto tenía su areté,
su excelencia. En el caso del hombre, la cualificación se complicaba sólo un
poco. Ello era debido al hecho de la doble naturaleza. A diferencia de las
manzanas, que un día están en perfecta sazón por razones de las que éstas no
saben absolutamente nada, de los hombres depende llegar a esa perfecta sazón, a
esa excelencia. Es decir, su ethos es
el responsable. Aquí, incluso, podemos forzar un poco el argumento de las
circunstancias de cada cual que la sociología ha hecho omnipresente en nuestra
época tan apegada a lo contextual; por muy adversas que sean, parece que
siempre será posible elegir entre ser un cerdo satisfecho y no serlo. Pues bien,
una de las cosas que más contribuyen, no tanto a la adquisición, sino más
bien al mantenimiento de nuestra particular excelencia, es la amistad. No
obstante, como a la amistad llegamos, así se supone, por franca y libre elección,
se da por sentado que no habrá nada que interfiera nuestra marcha en un momento
determinado. La consciencia de este barniz contractual cubriendo cualquier
relación interpersonal se hace hoy asfixiante. Y ello de forma no inopinada: ¿podía
esperarse algo diferente en una era que glorifica el intercambio como el
criterio definitivo de las relaciones humanas? La insistencia en el toma
y daca, la exigencia de contrapartidas, la imposición de la reciprocidad,
denuncian precisamente la fragilidad de lo que el contrato quisiera fijar contra
viento y marea. Pero no sólo eso: expresan la desigualdad de los que así se
relacionan. Aristóteles, en cambio, ya dejó establecido que la amistad
verdadera se da entre iguales. La medida de la igualdad expresa en la amistad la
ausencia de toda deuda. Sólo entre iguales es espontánea la reciprocidad. Sólo
entre iguales es difícil el olvido. Es más: si admitimos que cada uno es igual
a sí mismo, entonces cabría decir que aquél es imposible, pues nadie se
olvida de sí mismo. Pero, también por la misma razón, sólo entre iguales es
absurda la imposición. Vuelvo así al comienzo. Tal vez es el amigo, más
incluso que el amante, que siempre espera algo,
el que puede ser más consciente de que no tiene sentido imponer nada al otro
excepto en la medida que se lo imponga a sí mismo. Sólo así los gustos son
verdaderamente compartidos. Si alguien prevé que cualquier propuesta
ilusionante para él no será aceptada por el amigo, entonces demuestra que lo
conoce porque ha ejercido la reflexión en sí mismo. Debe hacer la propuesta,
sin duda, pero sin reprochar al amigo su deserción. Quiere al amigo justamente
por lo que comparte con él y por lo que no comparte. Esto último, más
precisamente, es lo que justifica su predilección: quiere al amigo en su
autonomía.
De la amistad se requiere una
explicación porque es un triunfo inopinado del mundo de la vida. Éste, ya
colonizado por criterios utilitaristas, se expresa generalmente en procesos
ajenos a toda querencia espontánea. Tal vez nunca se subraya lo bastante que el
hecho de que lo económico explique lo social no es, desgraciadamente, una mera
consigna. Las conversaciones así lo denuncian. Los hombres nos contamos unos a
otros, con frecuencia, todo clase de cálculos en relación con las
instituciones o con el prójimo. Los giros de la charla, con su indefectible
espesor humano, encubren nuestra conducta maquinal. Porque se rinde pleitesía
al cálculo en todas las esferas de la vida se lo refiere con la más absurda
calidez. Por ello, la amistad aparece hoy con mayor motivo como rosa en el erial.
Puesto que si no es lo opuesto al cálculo, resulta no ser verdadera. Por esa
razón la burguesía hizo del amor, no de la amistad, la cifra utópica de
aquello que en su praxis acontecía como intercambio de equivalentes. En cambio,
las reflexiones perdurables sobre la amistad, como la de Epicuro, surgieron en
el contexto de una devaluación del eros. El amor es el perfecto ideal privado que sintetiza al sujeto
social con su propio residuo natural. Legitima, en base a los sacrosantos
derechos individuales, la proyección inevitable del instinto en la relación
sexual. En ésta, la filosofía del contractualismo prevalece como nunca sobre
aquello que la naturaleza quisiera cobrarse íntimamente. El goce individual,
como elemento natural, es el non plus
ultra del liberalismo en su perpetua justificación de la selva: de la
aclamada competencia universal sólo cabrá extraer un sospechoso beneficio
privado, no colectivo. En este sentido, el paralelismo entre placer y beneficio
tiende un insólito puente entre naturaleza y sociedad. El negocio es, entre los
hombres, con su promesa de riqueza individual, lo que en los animales es el
placer: un estímulo poderosísimo para el acercamiento mutuo. La tosca expresión
del coito en términos de un beneficiarse
a alguien recoge precisamente esta relación al tiempo que desearía disipar,
como cualquier otra grosería, la frontera entre fisis y nomos. No deja de
ser curioso y exacto que la mitificación del amor corra paralela al triunfo del
capitalismo industrial. Porque al amor, como a la dinámica industrial, se lo
desea despiadado: si no es así, si no es una locura aceptada, tampoco es tomado
por verdadero. La amistad, en cambio, es una experiencia de civilización. Como
tal, surge y se mantiene en precario. Propone una negación del atavismo, que
acecha históricamente en toda relación humana, en base a la renovada y
voluntaria comunión de los hombres en torno al lenguaje y la sensibilidad. Sólo
entre camaradas tanto la carcajada como el razonamiento pueden gozar de la misma
prestancia. El acercamiento se produce por meras contingencias, por supuesto,
pero lo promueve la esperanza de encontrar al igual allí donde la lógica del
sexo esperaría encontrar al diferente, al opuesto. Sin duda, el amor conserva,
como oro en paño, su vínculo con la naturaleza; tal es el emblema de su poderío.
Pero la amistad atestigua la voluntad de trascenderla. En la capacidad de
emanciparse de la determinación natural cifraron los filósofos ilustrados el
carácter de la especie humana. Su optimismo no les impidió ver que la
animalidad no quedaba negada por la voluntad libre en su autoafirmación. Por el
contrario, la ignorancia, el vicio, la explotación y la violencia, con su
persistencia, ejercieron de espejos deformantes del orden liberal, tal como se
lee en Voltaire. Sin embargo, al contemplar esos espejos, los pensadores
modernos sólo alcanzaron a ver una recaída en la naturaleza que se producía
dentro del orden racional de la sociedad y que, por ello, aún resultaba más
repugnante. La educación, que alejaba al hombre de la precipitación y la
tosquedad, tenía por fuerza que alejarlo de la naturaleza. Evidentemente no
pudieron prever que la naturaleza se seguiría cobrando sus derechos incluso
entre los ejemplares más exquisitos fruto de este esfuerzo colectivo. Los médicos
que experimentaban en los campos de concentración con el objeto de confirmar
hipótesis estériles o los financieros a los que les importa un bledo la masa
de hombres que dejan a los cuatro vientos con sus operaciones mercantiles son
ejemplos de ello. Dado que al conocimiento no lo acompaña forzosamente la
decencia, la barbarie se imprime en el rostro de la civilización. En el apogeo
de ésta, la amistad es rara. Por ello, es en las fracturas del orden cultural,
no en su centro esclerotizado –donde sólo hay acólitos o disidentes-, donde
pueden aparecer las relaciones de amistad. La reflexión de Epicuro sobre el
valor de la amistad, por ejemplo, aparece en el declive del orden cerrado de la
polis griega y ante el orden inmenso e inseguro del nuevo imperio. La naturaleza
frágil de la amistad se corresponde a la de su ubicación primaria: la frontera.
No en vano la amistad se juega muchas veces en la ambigüedad, en la ausencia de
mapa. Si el mapa es completamente preciso, en cambio, el conocimiento del otro
se paga con la falta de incentivos para mantener la curiosidad y el gusto por la
puesta en común. Debido a esto, la amistad sólo puede tener visos de
permanencia como obra abierta. Es una herencia gozosa y delicada de toda época
incierta y, como tal, ayuda a sobrellevar la existencia. Cuando se limite a
satisfacer los egoísmos, sacrificando la convergencia intersubjetiva, su tiempo
desgraciadamente habrá pasado.
No
obstante, puede decirse, en general, que la amistad acaba palideciendo ante la
familia. Un rito de paso substituye así a otro: el eros
y la paideia desbancan a la philia.
Pero el alambique social no impide que el individuo observe el proceso como si
fuese necesario. La prueba de ello es que se comprende perfectamente que los
amigos desaparezcan una vez emparejados y, no digamos ya, cuando se convierten
en padres. Ahora bien, mientras que la amistad conserva un componente de
horizontalidad, de isonomía, cuya
existencia alienta la promesa de una emancipación compartida, en la familia se
impone la verticalidad. Contra las apariencias, no hay anacronismo en la
generalidad de la afirmación. La familia, a pesar de sus nuevas formas, no
puede obviar la existencia de un elemento jerárquico en su seno. En auxilio de
éste, horrorizado de que algo indefinido pueda ser sancionado socialmente,
corre a menudo el orden jurídico. Cuando pierde sentido la opresión de la
mujer en el hogar, entonces se entroniza su administración compartida. Pero
ahora es ésta la que aparece como principio jerárquico. No admitiéndolo, negándole
poder, se incurre en una vieja falacia: la de que, al pasar de la sujeción de
los individuos a la gestión de las cosas, se logra la liberación de aquéllos.
La racionalización de la convivencia, por precaria que ésta sea, traiciona el
espíritu del eros. Todos los
reproches que ha acogido históricamente el matrimonio inciden en la pérdida de
esta ilusión la cual, no obstante, fue su fuente. Por eso, junto a los esposos,
aparecen, casi con el mismo peso institucional, los amantes. Por otra parte, que
la convivencia matrimonial o en pareja puede degenerar en una jaula de hierro no necesita más demostración que la infame lista
de mujeres maltratadas o asesinadas que se incrementa de año en año. Como cabría
esperar, el encierro provoca
reacciones de animalidad. Sin embargo, la soledad del individuo sin amigos no
sorprende tanto como la soledad del individuo que sólo cuenta con su pareja. Ésta
la propia cotidianeidad la desvela un día con la ilusión de ejecutarla. Sucedió,
simplemente, que uno salió a la calle y se cruzó con un mozalbete cuyo rostro
o ademán le hizo recordar al compañero de juegos. El pavor que asalta entonces
al individuo, si es que lo asalta, cuando repara en que hace años que no habla
con los que tanto habló, lo impele a recuperar el tiempo perdido. No obstante, ese mismo espanto no le deja admitir
que es imposible reverdecer el desierto. Las reuniones de antiguos alumnos, con
todo su entusiasmo artificial, no sirven para exaltar la amistad, sino para
celebrar su defunción colectiva. La sobremesa, que, junto a los viejos amigos,
se comparte con pareja e hijos, carece del aroma de aventura que poseyó antaño
sólo con los primeros, cuando lo maravilloso acechaba en cualquier esquina, en
todo encuentro, en cada frase. El poder de la nostalgia se instaura así como
poder de la inercia: acredita la letra muerta, lo que ya no se aplica,
rememorando el páramo presente. Los que fueron amigos se esfuerzan en recordar
el tiempo ido precisamente porque ya no lo son. Han olvidado también lo que les
daba vigor en el pasado mientras eran amigos: mirar juntos hacia el futuro. En
esa capacidad de proyecto, en esa emancipación de lo dado –el cual sólo
exhorta a lo jerárquico, a la subordinación y a lo no creativo-, reside el
valor de la amistad.
Lluís
Pla Vargas
Sant
Feliu de Llobregat, julio de 2003.
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