MUNDOS REFLEXIONADOS  

ÉTICA  

Aproximaciones a la muerte en Occidente
(mayo, 2001)

Luis Pla Vargas
profesor de filosofía y doctorando en ética la Universidad de Barcelona
luispvargas@eresmas.com

 

Nos proponemos iniciar aquí una investigación acerca de la muerte tal y como ha sido vivida y se vive en Occidente. Es posible que, de entrada, la expresión "vivir la muerte" o la más abstracta "la viviencia de la muerte" puedan resultar paradójicas por cuanto que la muerte de uno no es un tipo de experiencia que pueda ser relatada de primera mano. Sin embargo, lo que quiero sostener a lo largo de este trabajo es que, más allá del hecho natural, mudo y enmudecedor del deceso, que a todos nos ha de afectar un día u otro, la experiencia de la muerte se constituye en el mundo de los vivos, involucra las concepciones que, desde la vida, se erigen para encarar y comprender el fenómeno e, incluso, determina la imagen que el propio moribundo adopta íntimamente en el instante del adiós definitivo. En este sentido, puede decirse que uno puede vivir su muerte del mismo modo que vive otras experiencias, eróticas, por ejemplo, de un modo peculiar conformado cultural o socialmente. Por lo tanto, el estudio pretende centrarse en la muerte como plexo de referencias culturales, es decir, en la idea de que las sociedades despliegan concepciones acerca de la muerte del mismo modo que lo hacen con respecto a otros fenómenos naturales relativos a la experiencia humana y que, en tales concepciones, integran imágenes de lo deseable, lo evitable, pero también de lo terrible.

 Este enfoque de 'historia de las mentalidades' o de 'filosofía de la cultura' acerca de la muerte quiere tener, con todo, un objetivo práctico: el desarrollo de una unidad didáctica acerca del tema para exponerla a alumnos de bachillerato entre los 16 y los 18 años. La justificación de la  inclusión de este tipo de unidad, inspirada en la pedagogía de la muerte o, como también se suele decir ahora, de la finitud, en esta etapa, intenta compensar lo que Philippe Ariès, ya a finales de los años sesenta, consideraba como la actitud básica de nuestras sociedades occidentales e industrializadas ante la muerte: la postura conformada en el curioso discurso de su interdicción, su prohibición o su inversión. Muestras de la eficacia de este discurso, y de su asimilación, las tenemos en el prolongado rumor que se produce en un aula llena de adolescentes cuando se les dicen cosas como "Esto no va a durar siempre", "La vida es limitada y sabéis que un día terminará", y otras por el estilo. La sorpresa que se produce tiene sus motivos. El adolescente no contempla la posibilidad de la muerte (ni siquiera de la accidental) porque 1) en general, su expectativa de vida es muy amplia a diferencia de lo que ocurre con alguien maduro o viejo y 2) su socialización no ha incorporado en general la familiaridad con la muerte en la medida que el desarrollo de la complejidad sentimental de la institución familiar ha contribuido, en función de la reproducción de un cierto patrón social, a apartarle del contacto con los moribundos o los muertos de su círculo más próximo; en este orden de cosas, nuestros adolescentes actuales añaden a una asumida inmortalidad, característica del período de apertura a la vida (o, para ser un poco más precisos, de socialización secundaria) en el que se encuentran, una negación automática de la muerte implantada culturalmente que les impide actuar, en una situación de enfrentamiento directo con el hecho, de manera orientada.

Desvelar la muerte, deshacer el olvido en que se la ha desterrado -tal vez por constituir algo fundamentalmente improductivo, sin que tal afirmación intente ser una expresión de la causa-, extraerla de aquellos rincones pulcrísimos de los tanatorios donde ha sido recluida, vivirla en uno mismo no como lo otro de la vida sino como formando parte de la misma, es lo que se pretende a través de una pedagogía de la muerte, la cual tiene un objetivo cognitivo: mostrar que la muerte existe, y uno práctico, que está en función del primero: modificar la actitud de los sujetos en función de una conciencia desarrollada de la finitud.

 

A. Una aproximación historiográfica

Los textos que he trabajado primeramente son cinco estudios de Philippe Ariès incluidos en su obra La muerte en Occidente[1]. Los cuatro primeros estudios resumen historiográficamente las actitudes básicas que se han dado en Occidente acerca de muerte; estas actitudes Ariès las denomina correlativamente "la muerte amaestrada", "la muerte propia", "la muerte ajena" y "la muerte prohibida".[2] El quinto estudio representa una profundización en la relación que el hombre contemporáneo de las sociedades industrializadas tiene con la muerte y lleva por título "la muerte invertida: el cambio de actitudes ante la muerte en las sociedades occidentales".[3]

El hilo que recorre los cuatro primeros estudios es el desplazamiento de la vivencia de la muerte desde una familiaridad de los vivos -para nosotros desacostumbrada- con el fenómeno de la muerte, pasando por su alejamiento progresivo del mundo de los vivos, hasta esta fase final en la que se asiste a su negación –o ‘inversión’, como la denomina Ariès- que circunscribe la muerte a unos reductos muy concretos: tanatorios, hospitales, etc. En esta fase final, se asiste de tal modo a la muerte de la vivencia de la muerte o, en todo caso, a su relegación definitiva a un ámbito íntimo o privado[4]; es aquí donde la muerte de alguien próximo se experimenta como una pérdida que, a diferencia de lo que ocurre con el resto de objetos o vivencias que perdemos, aparece con unos rasgos de irreversibilidad que ninguna otra experiencia puede emular. A pesar de que Ariès ofrece sus propias e iluminadoras opiniones al respecto, quisiéramos desarrollar, después de mostrar los elementos básicos de su clasificación de actitudes occidentales ante la muerte, una reflexión propia que intente conectar esta vivencia peculiar –la negación directa del fenómeno o su frágil escamoteo- no tanto con una cierta concepción de nuestra identidad, como apunta Ariès, sino con procesos sociales más amplios a partir de los cuales se erigirían las ideas acerca del yo.

 

Acerca de la muerte amaestrada

A diferencia de la actitud generalizada de ocultación o escamoteo que presenciamos hoy día ante la muerte, a lo largo de la historia se ha  mantenido con cierta fuerza otra postura muy diferente: la sumisión consciente al destino colectivo al que los hombres se rendían a través de una convicción íntima. Los testimonios literarios que repasa Ariès coinciden todos en el hecho de que los personajes tienen el presentimiento –exacto, por lo demás- de que la muerte los acecha.[5] Todos están seguros del momento en que la muerte los merodea y, por ello, organizan, sin patetismo excesivo, todo lo que debe hacerse hasta el instante de la defunción e, incluso, después. Como paradigma de una buena muerte basada en tal actitud, Ariès recoge la del protagonista de la Canción de Rolando, una composición escrita probablemente en los primeros años del siglo XII: en primer lugar, Rolando hace una evocación de los momentos bellos que le han tocado vivir; en segundo lugar, los numerosos asistentes pasan a su vera y le piden perdón; en tercer lugar, habiéndose dado la reconciliación con el pasado y los presentes de este mundo, el moribundo orienta su atención hacia Dios a través de la plegaria, la cual se divide en la culpa (la expresión de su reconocimiento) y lo que se denominaba la recomendación del alma (una petición de salvación). Es con posterioridad a estas acciones que se produce la intervención del sacerdote dando la absolución.[6]

Podría pensarse que el hecho de que los individuos aceptaran de forma tan resignada y exenta de dramatismo el hecho de la propia muerte sólo significaba la expresión de su derrota; no obstante, hay que ver en ello más bien el signo de un autodominio consciente, la convicción incluso serena de que había que plegarse a lo dictado por la naturaleza, que había que rendirse sencillamente, todo lo cual contrasta enormemente con el pánico que, ya no el hecho, sino la misma palabra que lo designa provoca hoy día. La confirmación de esta idea la encontramos en las conclusiones que extrae Ariès a partir de la relación de testimonios. Primeramente, el espacio: la muerte se aguarda en la cama, padeciendo enfermedad; en segundo lugar, el modo como se la aguarda: se trata de una ceremonia organizada y de carácter público; y, por último, la manera con la que se afronta: con sencillez[7]. Es fundamentalmente mediante esta última idea que puede argumentarse la validez de la expresión “muerte amaestrada”, pues la tranquilidad con la que se asumía cotidianamente el hecho de la muerte reproducía la conciencia de su inserción en el orden inmutable de las cosas, frente al cual los individuos se reconocen impotentes, y conformaba una suerte de control o domesticación del hecho que, pese a su carácter radical, diluía sus efectos más terribles; subsumida en el círculo inacabable de los procesos naturales, la muerte carecía de esta dimensión de acontecimiento extraordinario o inadmisible que le atribuimos hoy tal vez porque la conciencia contemporánea tiene motivos para creer que, del mismo modo que hemos podido alterar procesos naturales muy diversos para ponerlos a nuestro servicio, no tiene por qué ser diferente con respecto a los procesos degenerativos que culminan con la muerte. En este sentido, cada muerte natural parece estar representando hoy una especie de mofa intolerable contra el complejo aparato asistencial que circunda a todo moribundo y el patetismo sería la respuesta lógica a su fracaso inevitable.

Otro de los aspectos que, para Ariès, contribuyeron a la conciencia de la muerte amaestrada fue la coexistencia de los vivos y los muertos. Los cementerios, en la Antigüedad, estaban situados fuera de las ciudades, originariamente no por razones higiénicas sino por otras de talante bien distinto: mantenerse alejados de las posibles perturbaciones provocadas por los muertos; los cultos funerarios también estaban destinados principalmente a la misma finalidad. Sin embargo, a partir de la baja Edad Media, comienza a extenderse una nueva práctica de emplazamiento de sepulturas que tiene que ver con el culto de los mártires y que el Cristianismo hizo suya: se trata del enterramiento ad sanctos. Se comienza a creer que estar enterrado junto a los mártires, primero en los camposantos situados fuera de las ciudades, y después, junto al ábside de las iglesias o en sus patios, ya dentro de las ciudades, tiene efectos salvíficos para la otra vida. El momento del tránsito entre la práctica ancestral del peregrinaje al arrabal para el entierro y la preferencia por la sepultura en el núcleo urbano, junto a la iglesia protegida por la influencia de los mártires, y en particular junto al ábside, lo cifra perfectamente la deliciosa leyenda del entierro del obispo san Vaast, en el siglo VI.[8] A partir de este momento, por tanto, los atrios de las iglesias se convertirán progresivamente en el lugar predilecto de sepultura. Ahora bien, esto no equivale a señalar que los atrios se convirtieran por ello en rincones de recogimiento; el cementerio está abierto al público en general porque, formando parte de la iglesia, es fundamentalmente lugar de asilo. Pero otro cambio comienza a acontecer lentamente: ya no existe solamente la creencia de que es provechoso dormir el sueño eterno junto a la iglesia, sino que también es provechoso, en virtud de este carácter de asilo que ofrece la institución, hacer vida junto a ella; comienzan a edificarse casas junto a las iglesias y, por tanto, alrededor de los cementerios. La fase final de este proceso la constituye la institución de los antiguos atrios como lugares de encuentro e incluso de diversión. Los muertos y los vivos, pues, comparten el espacio, de aquí que la familiaridad de los segundos con los primeros, su conciencia de que los negocios o el jolgorio de la vida se hallan literalmente a un paso del reposo definitivo, se genere a través de una proximidad a la que la institución eclesiástica tardará en reaccionar.[9] La idea de la muerte amaestrada sólo puede generarse con la proximidad, como lo que sucede con los animales domesticados por el hombre, los cuales han de ser arrancados del entorno salvaje de la naturaleza para ser incorporados en el ámbito de la vida humana. La familiaridad producida por esta proximidad con los muertos es la condición histórica para la idea de la muerte amaestrada y lo que hacía que, ante la presencia de los despojos, la gente no experimentara turbación significativa alguna.[10]

 

Acerca de la muerte propia

Una serie de alteraciones de esta concepción de la muerte como gran destino colectivo –el reunirse con la mayoría, como sostenían los latinos cultos-, que Ariès detecta en los fenómenos de la representación del Juicio final, en el hecho de que éste se experimente como algo privativo del sujeto en el momento de su fallecimiento, en el interés por los temas macabros sugeridos por las imágenes de la descomposición del cuerpo y en el abandono de la costumbre del entierro en la fosa común para pasar a sepulturas individuales e identificativas de su ocupante, remarcan una modulación en la vivencia de la muerte que pone de manifiesto una mayor relevancia de la subjetividad. A partir de este momento, podrá decirse, no que se ha abandonado la actitud anterior, sino que comienza a apuntarse otra paralela: la idea de la muerte propia, es decir, la idea de que la única experiencia accesible es la de que el yo –mi yo- cesa, y que este fenómeno aparece separadamente de aquel destino colectivo en el que ya se apuntan rasgos de abstracción.

La iconografía de la baja Edad Media refleja un desplazamiento en las temáticas acerca del asunto del retorno de Cristo a la Tierra después de la resurrección. Antes del siglo XII, no aparece signo alguno de una juridización asociada a la resurrección de los muertos provocada por el regreso de Cristo; no hay, pues, referencias ni a tribunales ni a condenas. A partir del siglo XII, en cambio, la iconografía ya nos ofrece la división entre los salvados o justos y los condenados, las imágenes de tribunales, del pesaje de las almas y de balanzas, el registro de las acciones individuales en un libro –el liber vitae; en este orden de cosas, Cristo ya no aparece directamente como personificación de la salvación, sino básicamente de la justicia: es el juez que lee el libro de la vida durante el día del Juicio Final. Es evidente que esta implicación jurídica con los instantes de la muerte (porque la muerte verdadera se produce en este día del Juicio, cuando se determina el destino del alma individual, y no antes, en el momento de la muerte física y de la descomposición del cuerpo) acarrea un aspecto nuevo en la historia: los hombres comenzarán a asociar a su muerte, ahora que ya empiezan a ser capaces de sentirse mínimamente independientes de los ciclos naturales, con un orden no natural, pero orden al fin y al cabo: el orden moral; la muerte se vinculará con un significado moral que consistirá básicamente en una rendición de cuentas, en un deseo de establecer la paz con los demás –y, así también, con uno mismo- antes de la despedida, todo lo cual supone un ensanchamiento de la subjetividad individual no concebible anteriormente. Por eso, el liber vitae deja de tener ese carácter de compendio general de la especie humana para adoptar el de un archivo biográfico individual.[11]

También en este sentido el Juicio Final acabará por convertirse hacia fines de la Edad Media en un asunto privado, que se produce en el momento del fallecimiento, y que, por tanto, devalúa la idea de un Juicio colectivo y grandioso al final de los tiempos. El escenario del moribundo yaciendo en la cama, rodeado de parientes y amigos, no ha cambiado; no obstante, las artes moriendi de los siglos XV y XVI hacen introducir en estas estampas algunos personajes fantasmales que solamente son advertidos por el yacente y no por los que lo rodean: la corte celestial, por un lado, y los ejércitos del diablo, por otro, se dan cita en la habitación del agonizante no para llevar a cabo propiamente un juicio sino, más bien, para someter a aquél a una última prueba bajo la forma de una tentación. El modo como se responde a esta última tentación determina su destino en la gloria o en el infierno por toda la eternidad, pero, a menudo, se impone previamente la recapitulación de la vida.[12] Ariès destaca que las artes moriendi reproducen un momento de tránsito entre aquella conciencia colectiva de la baja Edad Media y la conciencia individual que comienza a sugerirse porque incluyen en sus estampas la escenificación del ritual colectivo, incorporando incluso personajes ajenos al mundo terrenal ante el lecho de muerte, y los primeros indicios de una inquietud personal que se agudiza con el repaso de la propia vida. La carga de dramatización del instante de la muerte, frente a la serena resignación mostrada en otros tiempos, tiene en esta inquietud personal, sólo explicable a partir de una amplitud y un enriquecimiento de la autoconciencia, su origen histórico; por este motivo, el desarrollo de esta particular aflicción y de las prácticas de duelo sólo encontró en principio su caldo de cultivo apropiado en las clases instruidas de las ciudades mientras que el pueblo llano siguió encarando la muerte –realmente, hasta hace muy poco esto era observable en las zonas rurales- con aquella atávica sencillez de antaño.

 La iconografía sobre temas macabros, que comienza a abundar a finales de la Edad Media, también nos ofrece la posibilidad de establecer pautas de interpretación sobre la idea de la muerte propia, manifestada a través de la figura del ‘transido’, del individuo parcialmente descompuesto o reducido ya a los huesos. Ariès sigue en este punto la interpretación que expone el historiador Tenenti en su obra La vida y la muerte a través del arte del siglo XV. En este texto se insiste en la idea de que el interés que se da a fines del Medievo por los temas macabros, es decir, el abandono progresivo de una perspectiva serena sobre la muerte en la iconografía para substituirla por imágenes horrorosas que remiten a la carroña o los esqueletos, no es un síntoma de degeneración moral sino una reacción a la concepción cristiana en la que quiere subrayar, por encima de todo, el amor a una vida plena. Se incita, con todo, a una reflexión sobre la corrupción del cuerpo, sobre el hecho de que el cuerpo se descompone no ya a partir del momento de la muerte, sino antes, en la vejez; sin embargo, la consecuencia lógica de este encadenamiento de ideas consistirá en llegar a adivinar la presencia de la putrefacción en los momentos de máxima lozanía, en la mocedad, incluso en la niñez, como ocurrirá sólo un poco más tarde, en el Barroco.[13] Pero en todo este catálogo de actitudes, que avistan la podredumbre en la frescura, debe olfatearse un apasionado amor a la existencia que es traicionado con cada muerte individual; tal horror a la muerte se genera en la simple medida que ésta impide gozar de la vida y no porque sea horrorosa en sí misma, lo cual no quiere decir, desde luego, que, posteriormente, no fuera precisamente ésta la imagen que prevaleciera con independencia del referente. Las imágenes de la descomposición física son unas herramientas culturales que contribuyen, como la edición de las artes del buen morir y las representaciones del Juicio Final, a la erección de una autoconciencia desconocida en los primeros siglos de la Edad Media.[14]

La génesis de una autoconciencia también se revela en la personalización de las sepulturas. En la Antigüedad, era habitual que cada cual, incluso en ocasiones un esclavo, tuviera dispuesto su nicho, con una inscripción que sirviera de pétrea memoria del difunto para los vivos. Hacia el siglo V, aproximadamente, comienzan a verse síntomas de desaparición de estas prácticas identificativas. La preferencia del entierro ad sanctos disuelve las identidades particulares de los difuntos en el gran Destino colectivo bajo el manto de la iglesia que los protege hasta el momento de la resurrección. No obstante, transcurridos unos ochocientos años aproximadamente, es decir, a inicios del siglo XIII, reaparecen las inscripciones en el caso de las sepulturas de personajes ilustres. Y esta tendencia se reproduce en clases sociales menos pudientes cuando en este mismo siglo empieza a menudear la costumbre de poner una lápida para perpetuar el recuerdo (no era necesario que la colocación de la lápida, por cierto, respondiera al lugar exacto donde yaciese el muerto). Lo relevante en esta generalización de la práctica es que refleja la instauración paulatina de una nueva autoconcepción del hombre a partir de la idea de la muerte que, a su vez, condiciona su enfrentamiento con ella.[15]

 

Acerca de la muerte ajena

En el esquema de Ariès, la cronología de los hechos históricos desde el fin de la Edad Media corre paralela a la ampliación de una autoconciencia que, a partir del siglo XVIII, ofrecerá nuevos rasgos de una relación peculiar del hombre occidental con respecto a la muerte. El reconocimiento de una interioridad que se expande no comporta, sin embargo, una preocupación desmesurada por la muerte propia sino que, por el contrario, el desvelo comienza a dirigirse hacia los otros. Esta autoconciencia que se enriquece empieza a admitir que sólo puede contemplar la muerte en los otros, que la muerte que uno experimenta es primariamente la ajena, en particular la de aquellos a los que uno estima. El lazo sentimental que progresivamente se refuerza entre los miembros de la familia, es decir, el nacimiento de la familia moderna como plexo sentimental y de socialización, es lo que determina que la muerte aparezca como un acontecimiento que, como la piedra en el estanque, genera ondas de aflicción a lo largo de todo el espectro familiar. La muerte empieza a ser algo intolerable porque quebranta tal lazo. No es extraño, por tanto, que a partir de un cierto momento aparezca como transgresión o ruptura, mientras que antaño se limitaba a significar lo contrario: la reintegración en el ciclo natural tras el privilegio de la existencia. Pero ésta no es la única inversión. Antaño la muerte venía comúnmente a significar lo adecuado al estado natural del hombre, ahora comienza a vislumbrarse la posibilidad de que sea algo completamente irracional.[16] Es probablemente la intuición de este sinsentido de la muerte, el cual, simultáneamente, afecta al estatuto de la vida en los momentos en que se hace patente, lo que explicaría en parte el dramatismo grandilocuente –si lo comparamos con actitudes anteriores- con el que se encara el óbito.[17] La otra parte de la explicación se la debemos al fortalecimiento de los vínculos sentimentales dentro de la familia, como ya hemos señalado. Por otra parte, y paralelamente, el romanticismo exhibe en sus producciones una acentuada complacencia en los temas mortuorios.[18]

         El cambio de actitud del moribundo con respecto a la familia se trasluce con claridad en la documentación testamentaria. En la medida que antaño la muerte no provocaba marcadas ondas de aflicción en la familia, el testamento era un escrito de carácter personal donde se hacían constar las disposiciones que se organizaban o solicitaban para que uno fuera recordado –nótese que se dice que se disponía testamentariamente que uno fuera recordado de una cierta manera (por ejemplo, a través de la promesa de una inscripción en la iglesia o de una serie de servicios religiosos anuales), es decir, que se disponía que uno fuera recordado; el carácter de especificación del reparto de los bienes era de segundo orden con relación a esta primera función del testamento que, a menudo, también servía de escrito confesional. A partir del siglo XVIII, el testamento pasa a ser simplemente el documento que determina la distribución de los bienes entre los allegados.[19] La razón de este cambio, cree Ariès, se debe a una separación de dos voluntades en la conciencia de las gentes modernas: la que remite a los asuntos materiales del dinero y los bienes y la que remite a este plexo afectivo que ya es la familia; en general ya existe una confianza, basada en el afecto, del moribundo con respecto a la familia que favorece que pueda comunicar directamente sus disposiciones en lo que concierne a la perduración de su memoria sin necesidad de hacerlo a través de un documento legal.

También cambia la actitud de los allegados con respecto al moribundo. El duelo, que tenía una función social clara de resistencia compartida a la pena, ahora alcanza un “despliegue ostentoso”[20], una emotividad desatada, que refleja una intolerancia reciente históricamente en relación con el hecho ineludible de tener que superar el dolor de la pérdida. Es por ello que la muerte que se tiene en cuenta principalmente no es la de uno, que sólo representa un motivo limitado de preocupación, sino la ajena. El culto a los muertos y a las tumbas que se generó al socaire de estas transformaciones en las mentalidades durante el siglo XIX ha dejado como secuelas la visita anual a los cementerios o la devoción hacia los caídos por la patria.

La idea de que la muerte representa una transgresión, un quebrantamiento del orden regulado de la vida, una irrupción definitiva de la naturaleza en una existencia conformada por las pautas sociales, es esencial para entender como, después, en el siglo XX, se ha podido generar una conciencia de negación o inversión de la muerte. Por lo pronto, parece que es posible enmarcar este proceso en la profanización creciente de las sociedades, en una urbanización que elimina todo rastro de naturaleza en nuestro mundo de todos los días y en nuestra idolatría respecto a una tecnología desatada que genera una y otra vez la expectativa de la inmortalidad –aunque sea la de una descorazonadora inmortalidad asistida y entubada.

 

Acerca de la muerte prohibida

Lo que sorprende sobremanera en la actitud general contemporánea hacia la muerte es, no tanto el hecho de que sea objeto de una interdicción en el discurso y en la cotidianeidad de los vivos[21] –aspecto que, al fin y al cabo podemos conectar con el despliegue moderno del sentimiento familiar y el carácter intolerablemente afectivo que desde el siglo XVIII presenta toda pérdida-, sino en especial la rapidez con la que se ha instalado esta prohibición en las sociedades industrializadas. Ariès puede concretar esta transformación en un período de 20 años, entre 1930 y 1950, y la vincula con un factor importante, que ha contribuido a menguar la solemnidad del momento de la muerte, en relación con un cambio de lugar: el espacio de la muerte ya no es la propia casa sino el hospital. El hospital moderno no es un escenario propicio para que el moribundo, consciente de que se acerca el fin, se deje ir; más bien, al menos según la visión de Ariès, representa el teatro de la lucha por la vida y en el que los médicos, paladines en este combate peculiar, determinan cuándo y cómo es conveniente que el paciente deba  dejarse ir a través de una interrupción de las asistencias. Más que ver en ello una muestra de encarnizamiento terapéutico, aunque a veces pueda deslizarse algo al respecto,[22] Ariès le otorga a esto un significado simbólico: al moribundo se le priva de la posibilidad de una decisión que los hombres, antaño, habían tomado siempre en solitario bajo la creencia de que el momento de la muerte era de su exclusiva propiedad.

El hospital moderno ha eliminado también la solemnidad ritual del momento de la muerte y procura diferir la descarga emotiva que genera en los allegados mediante la ocultación de la verdad al enfermo (que tranquiliza a aquellos), la prolongación no siempre deliberada de la agonía y, en fin, el traslado del cadáver al tanatorio. ‘Tanatorio’ es el término que se ha impuesto al lugar donde se conserva el cuerpo después de la defunción y antes de la inhumación o incineración; un término que traduce no sólo la expresión inglesa funeral home, sino también la costumbre estadounidense que está a medio camino del velatorio en casa, propio aún de las sociedades tradicionales y agrarias, y la rápida expedición del cuerpo hacia el cementerio o el crematorio –hacia el olvido, en suma-, propia de las sociedades industrializadas del norte de Europa. Con todo, la exposición en el tanatorio es de tiempo limitado y ha modificado el duelo, ya que éste concentra su carácter público, si lo tiene, en este intervalo; por lo demás, han desaparecido no sólo los signos ostentosos y prolongados con los que se manifestaba una pérdida en el siglo XIX, sino incluso los discretos y provisionales brazaletes negros de mediados del XX: por tanto, no sólo se prohíbe la muerte, sino también la más mínima manifestación de la misma.[23]

Geoffrey Gorer, el sociólogo británico que, en 1955, a raíz de experiencias personales, en su artículo pionero, “The pornography of Death”, puso al descubierto esta interdicción sobre la muerte, tuvo el acierto de conectarla con la desaparición de la prohibición victoriana sobre las manifestaciones del sexo. Pero Ariès añade algo a este diagnóstico: del mismo modo que el interdicto del sexo acarreó secuelas patológicas, que las ideas de Freud –un producto tan decimonónico como la moral victoriana- serían las primeras en destapar, la prohibición contemporánea de la muerte también incorpora su catálogo de perversiones.[24] La muerte se convirtió en su momento en el tópico que favoreció de forma más clara el desarrollo de una autoconsciencia en los individuos; es esto lo que puede haber sugerido a Ariès su idea de una conexión entre nuestra concepción del yo y la de la muerte. Ahora bien, con el destierro contemporáneo de la muerte del territorio de familiaridad que había mantenido con los vivos y el desarrollo paralelo del pavor a la desaparición física, fomentado por el romanticismo, no puede dejar de resultar hasta cierto punto obvio el retorno del viejo tabú del sexo, ahora transformado en la instancia a la vez grandiosa e íntima de identificación de los individuos.[25] El desprecio y la ocultación de Tánatos implican así la revalorización de Eros.

En el artículo más extenso que Ariès publicó en los Archives européennes de sociologie, en 1967, sobre la relación del hombre contemporáneo con la muerte –y que constituye el capítulo octavo de la segunda parte de su obra-, profundiza en estas mismas ideas aunque centrándose en tres aspectos fundamentales: el desposeimiento del agonizante, el desprecio del duelo y la invención de un nuevo ritual funerario en los Estados Unidos[26]. Ariès no deja de lamentar, por cierto, que el silencio de la sociología contemporánea no hace más que unirse al silencio malsano de la población en general en relación a la muerte. El silencio de la costumbre no debería impedir que la ciencia desarrollara su labor acerca de tema tan crucial; en este sentido, añadimos, la educación tampoco está exenta de una tarea en la que se implican las concepciones filosóficas, religiosas y sociológicas, así como sus respectivas orientaciones para la acción.

Dos procesos de carácter distinto: el cronológico, de avance en el tiempo, y el jerárquico, de ascensión en la escala social, se conjugan para que el hombre vaya sintiéndose menos próximo a la muerte y, así, le produzca un mayor desasosiego. Las sociedades contemporáneas tienen menos familiaridad con la muerte que las antiguas y los individuos de posición social más elevada, en éstas o aquéllas, dependen más de los que los rodean para encarar el momento del adiós[27]. Si bien antaño el moribundo poseía su propia muerte –se diría que controlaba su íntimo desposeimiento- en la medida que presidía la ceremonia de su despedida del mundo, hoy en día se produce la inversión de este fenómeno: nadie tiene una idea clara de cómo encarar el propio fin, al margen de unos consejos de orden religioso sólo eficaces en virtud de una creencia previa, y ha desaparecido el carácter solemne del rito de la muerte básicamente por tratarse de un hecho no público, sino privado, y, a menudo, ocurrido en plena inconsciencia –sedado- y en soledad.[28] Para comprender este desposeimiento del moribundo, cómo se le arrebata o se le frustra este instante –el cual, junto al orgasmo, es seguramente el que le revela a la naturaleza de forma más clara precisamente en lo que supone de extravío de la individualidad- Ariès indica que hay que buscar su explicación en la historia de la familia. El plexo afectivo sobre el que se constituye la familia moderna ejerce tal peso sobre sus miembros que hace intolerable no sólo el dolor de una pérdida sino incluso la intuición de la misma. Por tanto, la muerte se vuelve insoportable, de aquí que se la desee invisible o inexistente, al mismo tiempo que se generan y fortalecen los lazos sentimentales en la familia, que antes del siglo XVIII no existía con estos rasgos en la medida que, por ejemplo, los testamentos exigían legalmente la perduración de la memoria del testador a los miembros de su propia familia. ¿Quién no vería hoy una aberración en que le obligaran legalmente a recordar a un ser querido? Del peso de la familia en el cambio de actitudes hacia la muerte se derivan dos fenómenos interesantes: en primer lugar, el carácter sagrado –expresado y difundido por las novelas, el cine y la televisión- que para nosotros todavía tienen los últimos deseos del moribundo[29]; en segundo lugar, el pacto de silencio que se organiza entre los miembros de la familia para evitar que el ser querido amenazado por la muerte pueda saber qué le está ocurriendo[30]. Por supuesto, esto último da origen a situaciones paradójicas en las que se observa una curiosa complicidad entre el que muere y los que sobreviven como, por ejemplo, que el moribundo sepa antes que nadie cuál es su estado y lo oculte por compasión con el sufrimiento de sus allegados; o, en otro caso, que el moribundo resista hasta el momento en que la certeza de la muerte está asumida en sus familiares: a la rendición cognitiva de éstos puede ahora seguirle la rendición física de aquél, su dejarse ir, que expresa el reconocimiento de la inutilidad de la lucha por ambas partes. En todo caso, el pacto de silencio no es un simple fingimiento, es muchas veces también un autofingimiento: en principio, no podemos literalmente creernos la muerte del otro, del ser próximo o querido, y, por ello, toda expresión de la muerte en la vida cotidiana aparece como algo extemporáneo, algo capaz de suscitar una emoción arrolladora e incomprensible, algo que hace perder el control.

En esta línea, el duelo, el cual siempre había representado una necesidad de manifestación pública del dolor, está hoy prohibido. Esto no significa, como se apresura a apuntar Ariès siguiendo los estudios de Gorer, que exista en la época contemporánea un desprecio o una indiferencia hacia los muertos; por el contrario, la desaparición de los seres queridos provoca tal vez más que nunca una pena desmedida, pero lo que ocurre es que la nueva convención social estipula rigurosamente la ocultación de esta pena.[31] La muerte, con todos sus gestos adyacentes, se ha convertido en el gran tabú de la segunda mitad del siglo XX sustituyendo al sexo.[32] En este sentido, la totalidad de la sociedad reproduce la dinámica de un hospital moderno ante el hecho de la muerte, generándose un fingimiento doble: por un lado, la colaboración del enfermo con el equipo médico tiende a simular una superación del trance y, por tanto, a no contemplar más que en el último momento la posibilidad de la muerte; por otro lado, el allegado que sobrevive ha de simular una continuidad de la regularidad de la vida que no le permite una manifestación de su aflicción, que le impide, pues, el duelo. En el primer caso, se asume la ilusión de escamotear a la muerte en el lecho de muerte, por así decirlo; en el segundo caso, se aleja a la muerte a través del escamoteo de sus secuelas en las costumbres, en la práctica social, y, por ende, en la dimensión personal: la muerte del allegado acaba siendo identificada personalmente con algo que simplemente perturbó el orden de la vida cotidiana. Examinando la cuestión se percibe, con todo, una anomalía grave: posiblemente la vida social no resulta sana porque no sólo no reconoce globalmente el hecho de la muerte, sino también porque lo expulsa de su interior.[33]

La interdicción de la muerte tiene un carácter diverso en los Estados Unidos. Tal vez por haber conservado con mayor frescura los rasgos de la Ilustración en oposición al peso que todavía viejas tradiciones siguen ejerciendo en los países más desarrollados de Europa, los Estados Unidos han desarrollado una industria funeraria que puede despreocupadamente reproducir en ocasiones el carácter ostentoso de las exequias europeas del siglo XIX. Dos elementos entran aquí en la explicación: por una parte, la invención del funeral home, el tanatorio, como lugar que evita que el cadáver permanezca en la casa del difunto o en el anonimato alienante del gran hospital; por otro, el desarrollo de las técnicas químicas de conservación de cadáveres que han logrado que los residentes inmóviles de los funeral homes tengan un aspecto siniestramente vivo. En este caso, la exclusión de la muerte tiene lugar a través de la creación artificial de una imagen de vida, que no sólo se observa en el cadáver, sino también en el entorno creador por el funeral director: centros de flores, música grave, refrigerio para los parientes y amigos, etc... A través de esta exposición de vida, incluso el muerto parece estar vivo, lo cual no deja de ser un curioso escamoteo de la muerte en forma de exhibición –los entierros de personas ilustres o simplemente poderosas se anuncian en fachadas y autobuses, como se hace con las películas- que se da en una sociedad francamente adicta a los espectáculos.[34]

 

B. Dos aproximaciones filosóficas

         En esta segunda sección del estudio, vamos a recoger dos aproximaciones filosóficas diversas a la temática de la muerte: la de José Luis López Aranguren, que pretende ser una exposición comprensiva de diversas actitudes usuales ante la muerte tal como se producen en algunos filósofos, y la de Theodor Wiesengrund Adorno, que enfoca filosóficamente la idea de la muerte tras haber comprobado lo que significó el imperio de la muerte administrada en Auschwitz.

        

Cuatro actitudes ante la muerte

El capítulo 24 de la segunda parte de la Ética[35], de Aranguren, está dedicado al repaso de cinco actitudes ante la muerte, que el autor denomina de la siguiente manera: la muerte eludida, la muerte negada, la muerte apropiada, la muerte buscada y la muerte absurda. No obstante, podría decirse que las actitudes se reducen a cuatro en la medida que lo que se denomina muerte buscada, es decir, el reconocimiento y la atención a un impulso tanático, el querer morir en definitiva, se reduce en el fondo a otras dos actitudes: o bien a la de la muerte apropiada o a la de la muerte negada. La razón de ello se encuentra en las convicciones que se hallan bajo la actitud de la muerte buscada. El que busca la muerte puede creer que tras ella no hay nada, y, por tanto, en su gesto, pretende apropiarse totalmente su muerte del mismo modo que se apropia de otras cosas; pero el que busca la muerte también puede creer que tras ella hay la nada, a la que asocia la idea de una especie de reposo eterno, de nirvana, de paz infinita, con lo cual entiende su muerte como un pasaje, que es el elemento clave de la actitud que niega la muerte, es decir, de la muerte negada. Nuestra exposición, por tanto, se centrará en las otras cuatro actitudes.

De lo que no cabe ninguna duda es de que hoy la actitud predominante es, según Aranguren, aquella que elude la muerte, la que la disfraza en el discurso y la encubre en la cotidianeidad por parecernos francamente incompatible con la vida. Y precisamente ésta es la convicción que la subyace: “la muerte es lo contrario de la vida, paraliza y extingue la vida”[36]. Pero también la preocupación por la muerte puede contribuir a esta parálisis. Y, si bien es cierto que la muerte no parece que pueda ser eliminada del horizonte de la experiencia humana, sí que puede hacerse esto con la preocupación por la muerte; de este modo, eludir la muerte significa recortar hasta donde sea posible nuestra preocupación por ella, procurar escamotear su presencia en el pensamiento siempre que sea posible. La naturaleza, por un lado, y la ciencia, por otro, contribuyen a ello. Por una parte, no podemos representarnos naturalmente el hecho de nuestra propia muerte (aunque sí los signos que la acompañarían), lo que permite abrir la caja de Pandora de la imaginación[37]; por otra parte, la tecnología médica se esfuerza en retardar máximamente la llegada de la muerte[38]. Eludir la preocupación por nuestra muerte no impide, sin embargo, que diariamente seamos testigos o conocedores de la muerte de los otros. Las muertes violentas, artificiales, parecen haberse encaramado rápidamente sobre el pedestal de los esquemas de la muerte en nuestras sociedades tecnificadas; el hecho de que se den en este contexto las hace todavía más terribles, puesto que se revelan como errores o fallos irreversibles dentro de una estructura en la que todo a priori parece susceptible de solución técnica. El despliegue de la muerte ajena en los medios de comunicación no implica, contra lo que pudiera pensarse en principio, una corrección de la tendencia general a eludirla.[39]

La muerte negada sería aquella actitud, la cual no se limita a negar la muerte, sino que lo que niega es que la muerte signifique propiamente el fin de toda existencia.[40] Es una actitud que frecuentemente conecta con convicciones de orden religioso. De estas convicciones se deriva la idea de que la hora de la muerte sea la hora del tránsito entre dos formas de vida, a menudo entendiendo la segunda como una forma más plena, lo cual implica devaluar la gravedad de la muerte; en este sentido, la idea de tránsito o pasaje no hace justicia a la gravedad que reviste toda muerte, a su inquietante presencia en la vida humana, incluso en aquella vida que considera la existencia terrenal de segundo orden en oposición a la ultraterrena. En todo ello ve Aranguren un motivo de crítica, incluso desde el punto de vista cristiano: el cristiano riguroso a veces no da a los asuntos mundanos la importancia que merecen y, en esta línea, tiende a minusvalorar la  trascendencia del momento de la muerte.[41]

Por lo que hace a la idea de apropiarse la muerte, de poseérnosla como una última ganancia en el instante de la pérdida definitiva, Aranguren destaca dos posiciones intelectuales: la del poeta Rainer Maria Rilke y la del filósofo Martin Heidegger. La muerte apropiada es la actitud que parte de que la muerte no es algo ajeno o extrínseco a la vida, sino, por el contrario, un constitutivo de la vida, algo no separado de ella, que se expresaría en la idea, formulada con diversas variantes desde la Antigüedad, de que, mientras vivimos, estamos muriendo, en suma, de que cada nuevo día que vivimos es también un día menos.[42]

La postura de Rilke es hacer de la muerte una suerte de ejercicio ascético capaz de ofrecer un resultado satisfactorio para el yo del poeta bajo el supuesto de que la muerte puede incorporarse a la vida.[43] La apropiación de la muerte de la que habla Rilke es de carácter estético; aparece como el precipitado bello de un esfuerzo creador en el mismo sentido que podía resultarle posible apropiarse de una experiencia sensible cualquiera a través de la forma del poema.[44] Sin embargo, Aranguren muestra, desde un punto de vista cristiano, que el acto de la muerte no es algo que dependa sólo del moribundo, sino que también aparece como su destino inevitable y, en este sentido, como “algo que se hace con él, que no hace él”[45].

La posición de Heidegger, en cambio, cifra su apropiación de la muerte en una distinción, que indirectamente se remonta a Epicuro, entre la muerte como hecho y la muerte como cuidado o preocupación acerca de ella. Los hombres disponemos del dudoso privilegio de poder anticipar nuestra muerte, lo que se manifiesta en el carácter angustioso que a veces adopta la existencia, pero lo esencial de esta anticipación reside en que permite recomponer, no realmente sino existencialmente, nuestro ser: la apropiación del ser pasa así por el cuidado o preocupación por la muerte, pues somos seres para la muerte.[46] En esta actitud de asumirnos existencialmente como seres para-la-muerte, los hombres nos liberamos hasta cierto punto del hecho puro e incontrovertible de la muerte.[47] Ahora bien, según Aranguren, Heidegger puede argumentar esta idea de la apropiación de la muerte porque se limita a considerarla desde la perspectiva de la preocupación que los hombres tienen por ella, sin admitir en su análisis el acontecimiento real de la muerte.

A diferencia de Heidegger, Jean-Paul Sartre es capaz de mantener en su obra una actitud hacia la muerte en la que se incluyen los dos aspectos que se han venido barajando en todas las posiciones anteriores: por un lado, lo que la muerte es para la vida y, por otro, lo que la muerte tiene de hecho inasimilable, aunque ciertamente con el objeto de concluir en el absurdo de la muerte propia en la medida que pone de relieve esta inasimilabilidad. Este absurdo, sin embargo, se revela sólo en la mirada del propio moribundo, por lo que la muerte sólo exhibe su carácter de estructura existencial no en él sino en los otros, en los que sobreviven; por ello, se muere para los demás, que son los que pueden atribuir un significado a aquello que para el que muere sólo es absurdo.[48] Pero Sartre, con su reflexión sobre la muerte, abre un dilema esencial para Aranguren: en nuestra actitud hacia la muerte podemos o bien admitir el absurdo o bien reconocer el misterio, es decir, optar entre la suposición de que la muerte realmente no tiene ningún sentido y el hecho de que su sentido no nos es alcanzable por hallarse en un plano suprahumano, optar –en suma- entre el nihilismo y Dios. [49]

 

La muerte después de Auschwitz

Dialéctica negativa, de Theodor Wiesengrund Adorno, avanza hacia su final con una sección en la que se llevan a cabo algunas meditaciones sobre la metafísica después de la experiencia del genocidio que Auschwitz representa de forma paradigmática para Occidente. Auschwitz no sólo significó el industrialismo aplicado al asesinato masivo, sino que  también parece haber favorecido la paralización de la metafísica, la cual, tras haber integrado en su saber lo mundano e histórico con Hegel, se encuentra bruscamente ante el abismo de una matanza colosal e injustificable, ocurrida en el centro de la cultura filosófica, artística y científica más sofisticada, y en la que lo peculiarmente mundano e histórico –el individuo-, es, en su eliminación física, expulsado del concepto filosófico del mundo una vez más. Adorno hace ver que Auschwitz no comporta sencillamente una modificación traumática de los supervivientes, los cuales, tras el universo del horror, no comprenden su milagrosa existencia, sino, sobre todo, una modificación de la propia muerte.[50] Es más: Auschwitz, a pesar de convertir a la metafísica en un sarcasmo brutal para con las víctimas, no puede dejar, sin embargo, de corroborar una teoría filosófica: la que hace coincidir el concepto de la identidad absoluta con la muerte.[51]

No obstante, al parecer de Adorno, la muerte cotidiana no tiene siquiera ya aquella brizna de trascendencia a través de la cual sería posible conectarla con una metafísica; la muerte ya ni siquiera brinda un sentido, a diferencia de que había querido Heidegger.[52] Por cierto, la idea de una apropiación de la muerte, acariciada por este filósofo, no representa para Adorno más que una forma sutil de desesperación inducida por el contexto social en una época en la que la muerte ha sido desgajada brutalmente de la vida y en la que ya no aparece “más que como algo extrínseco y extraño”[53], precisamente como algo que, a diferencia de la mayoría de las cosas, no podemos poseer. Que la muerte nos parezca inasimilable tiene, pues, más que ver con procesos sociales determinados en última instancia por las formas de propiedad que con ninguna posición metafísica autónoma. Por otra parte, la muerte –particularizada en los muertos que son contemplados como cosas- revela a los hombres la dinámica de la cosificación en la que se hallan inmersos. Estos aspectos contribuyen en buena medida a la elevación del pánico ante la expectativa de la muerte y a la devaluación individual y colectiva de toda idea de inmortalidad; todo afán esperanzado por la salvación se diluye con la modernización de la sociedad o, como sugiere Adorno, con esta forma particular de modernización que consiste en el abandono de las tradiciones como medios de experiencia[54]. Ya no resulta posible conectar la muerte con la vida y descubrir en nuestra fugacidad un sentido para nuestro ser, como sí hizo Hamlet, por ejemplo. Pero en este desasimiento de la muerte respecto de la vida, que genera un miedo atroz a lo absolutamente ajeno, puesto que nos degrada a meras cosas inertes -¡y a nada más!-, hay que procurar descubrir una legalidad histórica.[55] Es justamente por medio de esta conciencia que puede decirse que la muerte ya no será lo mismo después de las condiciones concretas de Auschwitz.[56]

C. Conclusión

No quisiéramos cerrar el estudio sin dejar constancia de que existe un cierto consenso entre todos los enfoques consignados en la medida que todos ellos no entienden a la muerte como invariante[57] sino como algo asociado a las Weltanschauungen sociales. El intento de comprensión de la muerte, efectivamente, arrastra concepciones del mundo en sentido ontológico y ético. Si hoy en día nos cuesta tal vez más que en otros momentos históricos asimilar su experiencia, ello tal vez esté conectado con la falta de comprensión generalizada del mismo mundo social en la medida que éste resulta fácilmente abarcable pero difícilmente inteligible; lo francamente distinto aparece bruscamente en la pantalla del ordenador, a través de la televisión o, sencillamente, a la vuelta de una esquina en nuestra propia ciudad. La mera presencia de lo ajeno ya nos exige un esfuerzo por ejercer una comprensión que el tempo que vivimos nos hace dificultosa, pues además lo distinto se multiplica. Justo como la muerte a medida que vamos viviendo; de hecho, el signo más crudo del paso del tiempo no lo representan sus huellas en el cuerpo sino las muertes que vivimos, más frecuentes con la hondura de aquéllas. Preparar para esta experiencia inevitable es el modesto objetivo de la segunda parte de este trabajo, la cual, no obstante, quedará para otra ocasión.



[1] La muerte en Occidente, Argos Vergara, Barcelona, 1982.

[2] Conforman, junto a una breve conclusión, la primera parte de la obra –“Las actitudes ante la muerte”-, pp.19-65.

[3] Es el capítulo octavo, pp.137-62, de la segunda parte –Itinerarios (1966-1975).

[4] Así, dice Ariès, “sólo tenemos derecho a conmovernos en privado, es decir, a escondidas.” Op. cit., p.57.

[5] “Los mujiks [retratados por Tolstoi] morían como Rolando, Tristán y Don Quijote: sabían.” Op. cit., p.23.

[6] Op. cit., pp.24-5.

[7] “Finalmente, última conclusión, la más importante: la simplicidad con la que se aceptaban y se efectuaban los ritos de la muerte, de forma ceremoniosa, por supuesto, pero sin dramatismo, sin un exceso de gestos emotivos.” Op. cit., pp. 25-6.

[8] “[...] el obispo san Vaast, fallecido en 540, había elegido su sepultura fuera de la ciudad. Pero cuando los que debían cargar con el cuerpo quisieron alzarlo, no pudieron moverlo. De pronto pesaba muchísimo. Entonces el arcipreste ruega al santo que ordene ‘que te lleven al lugar que nosotros (es decir el clero de la catedral) te hemos preparado’. Supo interpretar la voluntad del santo, pues de inmediato el cuerpo se volvió ligero.” Op. cit., pp.27-8.

[9] “En 1231, el concilio de Ruan prohíbe que se baile en el cementerio o en la iglesia so pena de excomunión. Otro concilio de 1405 veta los bailes en el cementerio y la celebración de cualquier clase de juegos, y prohíbe que mimos, juglares, caratuleros, músicos y charlatanes ejerzan su turbio oficio.” Op. cit., p.30.

[10] “El espectáculo de los muertos, cuyos huesos afloraban a la superficie de los cementerios, como la calavera de Hamlet, no despertaba entre los vivos más sobresalto que la idea de su propia muerte. Tan familiares les eran los muertos como familiarizados estaban con su propia muerte.” Ibidem.

[11] Por ejemplo, “el gran fresco de Albi, de las postrimerías del siglo XV o de comienzos del XVI, que figura el Juicio final, nos muestra a los resucitados llevando el libro colgado del cuello, como un carnet de identidad, o más bien como una ‘balanza’ de las cuentas que hay que presentar a las puertas de la eternidad”. Op. cit., p.34.

[12] “El agonizante verá la totalidad de su propia vida, tal como la contiene el libro, y se sentirá tentado, bien sea por la desesperación de sus faltas, o por la ‘gloria vana’ de sus buenas acciones, o por el amor apasionado de las cosas y los seres. Su actitud, en la exhalación de este momento fugaz, borrará de golpe los pecados de toda su vida, si rechaza la tentación, o, por el contrario, anulará todas sus buenas acciones, si cede. La última prueba ha venido a substituir al Juicio final.” Op. cit., p.35.

[13] Así lo expresa, por ejemplo, Francisco de Quevedo en uno de sus múltiples sonetos en los que trata el tema de la muerte: “La vida nueva, que en niñez ardía, / la juventud robusta y engañada, / en el postrer invierno sepultada, / yace entre negra sombra y nieve fría.” “Arrepentimiento y lágrimas debidas al engaño de la vida”, Antología poética, Orbis, p.16.

[14] “Durante la segunda mitad de la Edad Media, del siglo XII al siglo XV, se produjo un acercamiento entre tres categorías de representaciones mentales: las de la muerte, las del conocimiento que cada uno tenía de su propia biografía y las del ferviente apego a las cosas y a los seres poseídos en vida. La muerte se convirtió en el tópico más favorable para que el hombre tomara consciencia de sí mismo.” Ariès, Op. cit., p.39.

[15] “El hombre de las sociedades tradicionales, que era el de la primera Edad Media, pero que también era el de todas las culturas populares y orales, se resignaba sin mucho esfuerzo a la idea de que todos somos mortales. Ya en plena Edad Media, el hombre occidental rico, poderoso o culto, se reconoce a sí mismo en su muerte: ha descubierto la muerte propia.Op. cit., p.41.

[16] “Desde entonces, al igual que el acto sexual, la muerte se presenta cada vez más como una transgresión que arranca al hombre de su vida cotidiana, de su sociedad razonable, de su trabajo monótono, para someterlo a un paroxismo y arrojarlo entonces a un mundo irracional, violento y cruel.” Op. cit., p.44.

[17] “En cambio, durante el siglo XIX, una nueva pasión se apodera de los asistentes. La emoción los agita, lloran, rezan, gesticulan. No desdeñan los gestos dictados por el uso, muy al contrario, pero los realizan despojándolos de su carácter trivial y habitual. Ahora se describen como si se inventaran por vez primera, espontáneos, inspirados por un dolor apasionado, único en su género.” Op. cit., p.45.

[18] Un ejemplo característico de este tipo de estética es el famoso poema de José de Espronceda, El estudiante de Salamanca, cuyo clímax lo constituye una boda macabra del protagonista, Félix de Montemar, con una difunta. En una de sus octavas finales, se lee lo siguiente: “Y en mutuos abrazos unidos, / y en blando y eterno reposo, / la esposa enlazada al esposo / por siempre descansen en paz: / y en fúnebre luz ilumine / sus bodas fatídica tea, / les brinde deleites y sea / la tumba su lecho nupcial”, El estudiante de Salamanca, Cátedra, 1988, pp.121-2.

[19] “Las cláusulas pías, las elecciones de sepultura, las fundaciones de misas y servicios religiosos, las limosnas desaparecieron y el testamento quedó reducido a lo que hoy es, un acta legal de distribución de fortunas.” Ariès, op. cit., p.46.

[20] Op. cit., p.48.

[21] “La muerte, antaño tan presente, por ser tan familiar, comienza a esfumarse ahora hasta desaparecer. Se ha convertido en algo vergonzoso que es causa de interdicto.” Op. cit., p.55.

[22] En este sentido, el relato de la agonía del historiador François de Dainville, el cual se arrancó la máscara respiratoria y, antes de caer en coma, pronunció sus últimas palabras: “me están frustrando la muerte”, es una de las muestras más significativas de este tipo de sugerencias. Op. cit., p.171.

[23] “Las aparentes manifestaciones de duelo se han vuelto reprobables y desaparecen. Ya nadie va de luto ni adopta un atuendo distinto del que usa cada día.” Op. cit., p.57.

[24] “Cuanto más atenuaba la sociedad las represiones victorianas sobre el sexo, más impugnaba las cosas de la muerte. Y, al mismo tiempo que la prohibición, aparece la transgresión: en la literatura maldita, resurge la mezcla de erotismo y muerte, perseguida del siglo XVI al XVIII, mientras que en la vida cotidiana se instaura de nuevo la muerte violenta.” Op. cit., p.58.

[25] Michel Foucault, un autor que conecta bastante con la perspectiva levantada por Ariès, demuestra esta tesis en su Historia de la sexualidad, especialmente en el segundo volumen.

[26] Ariès, op. cit., p.139.

[27] Es por tal razón que el carácter público de la agonía, que era un rasgo de origen muy antiguo, se mantuvo en las clases altas incluso más allá del momento en que no era práctica habitual en la mayor parte de la sociedad.

[28] Op. cit., p.141.

[29] “En época ya tardía, las últimas voluntades orales llegaron a ser sagradas para los supervivientes que, desde entonces, se sienten obligados a respetarlas al pie de la letra.” Op. cit., p.143.

[30] “A partir del momento en que un grave riesgo amenaza a un miembro de la familia, ésta conspira de inmediato para privarle de su información y de su libertad.” Ibidem.

[31] Op. cit., pp.152-3.

[32] “Gorer demuestra de forma asombrosa cómo, en el siglo XX, la muerte sustituyó al sexo como principal interdicto.” Op. cit., p.154.

[33] “A veces nos preguntamos, con Gorer, si buena parte de la patología social de hoy en día no tiene su origen en la evacuación de la muerte fuera de la vida cotidiana, y en la prohibición del duelo y del derecho a llorar a los muertos.” Op. cit., p.156. Una ilustración perfecta de esta idea es la conmovedora película Secretos y mentiras, de Mike Figgis, en la que se nos cuenta, entre otras cosas, la vida desasosegada de un matrimonio que no sólo no admite la muerte de su único hijo, sino que ni siquiera han podido nunca hablar de ello; con ocasión de una celebración de cumpleaños, el padre, ante toda la familia, habla por primera vez de ello, provocándose una catársis de múltiples consecuencias, que abre la esperanza de que la convivencia pueda volver a ser posible.

[34] “La idea de convertir en vivo a un muerto para festejarlo por última vez no puede parecer pueril e incongruente. [...] Es la primera vez que una sociedad honra a sus muertos de forma tan generalizada negándoles el estatuto de muertos. Esto sucedía no obstante del siglo XV al XVII, pero para una sola categoría de muerto: el rey de Francia. A su muerte, embalsamaban al rey, lo ataviaban con la púrpura del día de la consagración y lo tendían en un lecho de gala como si fuera a presidir las Cortes y estuviera a punto de despertar.” Op. cit., p.159.

[35] José Luis López Aranguren: Ética, Alianza Universidad, 1985, 2ª parte, cap. 24, pp. 298-308.

[36] Aranguren, op. cit., p.298.

[37] “De esta imposibilidad de imaginar la muerte procede su inevitable sustantivación: nos la representamos siempre, bien alegóricamente, bien personificada por modo fantasmagórico o espectral, o, en fin, sustituida por los muertos.” Op. cit., p.299.

[38] “Pero nuestro tiempo, con su ciencia y su pseudociencia, hace todavía más: fomenta la esperanza pseudocientífica de, en algún modo, no morir, de alejar, tal vez indefinidamente, la muerte.” Op. cit., p.300.

[39] “Hubo una época, todavía no lejana, en que se consideraba de mal gusto, incluso intelectual o literario, hablar de la muerte. Hoy ocurre lo contrario. Pero la muerte puede ocultarse tanto silenciándola como hablando de ella.” Op. cit., p.301. [El subrayado es nuestro.]

[40] “[La muerte negada] consiste en quitar gravedad a la muerte, en considerarla como simple pasaje.” Op. cit., p.302.

[41] Op. cit., p.303.

[42] “Según esta concepción, la muerte queda totalmente incorporada a la vida, disuelta en todos y cada uno de sus momentos.” Ibidem.

[43] “Tengo que hacer de la muerte –dice Rilke- mi muerte propia, preparada y conformada, ‘trabajada’ (arbeiten) y ‘dada a luz’ (gebähren) por mí mismo.” Op. cit., p.304.

[44] Aranguren critica a Rilke por lo que entiende que es una muestra de cierta soberbia: “Su riesgo es, evidentemente, aparte el de querer ‘dominar’ la muerte, el de caer en una especie de esteticismo trágico. El de que el muriente, no queriendo morir ‘como los demás’, sino de una manera ‘elegida’ y ‘artística’, se componga para la muerte como quien se compone para una grande y dramática fiesta.” Ibidem.

[45] Ibidem.

[46] Op. cit., p.305.

[47] “[...] por tanto, cuidando de nuestra muerte, nos la apropiamos, nos la incorporamos. Lo que era puro ‘hecho bruto’ se convierte en la suprema posibilidad. Estábamos sometidos a la muerte y nos volvemos libres para la muerte. La muerte queda así plenamente interiorizada. La muerte se convierte en acto humano, en acto libre.” Ibidem.

[48] “La muerte priva a la vida de toda significación, y no es, no puede ser, una estructura ontológica de mi ser, en tanto que ‘para mí’ (pour-soi), sino en cuanto pour-autrui, a los ojos del otro. Aunque a su manera, también Sartre viene a admitir la concepción de Epicuro: morimos para el otro, sólo el otro puede dar sentido a nuestra muerte; sólo el otro tiene ante sí mi vida entera, para disponer de ella como quiera. Para mí, mi muerte es simplemente absurda.Op. cit., p.306.

[49] Op. cit., p.307.

[50] “Con el asesinato administrativo de millones de personas, la muerte se ha convertido en algo que nunca había sido temible de esa forma. Ya no queda posibilidad alguna de que entre en la experiencia vital de los individuos como algo concorde con el curso de su vida.” Dialéctica negativa, Taurus, Madrid, 1984, p.362.

[51] Ibidem.

[52] “Las reflexiones que le buscan un sentido a la muerte son tan desvalidas como las afirmaciones tautológicas sobre ella.” Op. cit., p.369.

[53] Ibidem.

[54] Op. cit., p.370.

[55] “La afirmación de que la muerte es siempre igual resulta tan abstracta como falsa; la forma en que la conciencia se resigna a la muerte varía según las condiciones concretas, y este cambio puede llegar a afectar a la misma esencia.” Op. cit., p.371. Evidentemente, esta opinión conecta con el enfoque que Ariès da a su trabajo de investigación sobre la muerte en Occidente que hemos estado comentado previamente.

[56] “[...] desde Auschwitz, temer la muerte significa temer algo peor que la muerte.” Ibidem.

[57] El único que se escapa un tanto a este esquema es Aranguren que, a pesar de que reconoce la existencia de diversas actitudes, tiene presente continuamente la distinción entre el hecho de la muerte y nuestra preocupación por ella, dando por sentado que el primero no es susceptible de varianza histórica. Ahora bien, ¿qué es la muerte si no lo que el yo piensa o imagina que es? ¿Podemos disociar tan claramente la muerte de los pensamientos en torno a ella? ¿Existe una objetividad de la muerte?