Aproximaciones a la muerte en Occidente
(mayo, 2001)
Luis Pla Vargas
profesor de filosofía y doctorando en ética la Universidad de Barcelona
luispvargas@eresmas.com
Nos proponemos iniciar aquí una
investigación acerca de la muerte tal y como ha sido vivida y se vive en
Occidente. Es posible que, de entrada, la expresión "vivir la muerte"
o la más abstracta "la viviencia de la muerte" puedan resultar
paradójicas por cuanto que la muerte de uno no es un tipo de experiencia que
pueda ser relatada de primera mano. Sin embargo, lo que quiero sostener a lo
largo de este trabajo es que, más allá del hecho natural, mudo y enmudecedor
del deceso, que a todos nos ha de afectar un día u otro, la experiencia de la
muerte se constituye en el mundo de los vivos, involucra las concepciones que,
desde la vida, se erigen para encarar y comprender el fenómeno e, incluso,
determina la imagen que el propio moribundo adopta íntimamente en el instante
del adiós definitivo. En este sentido, puede decirse que uno puede vivir
su muerte del mismo modo que vive otras experiencias, eróticas, por ejemplo,
de un modo peculiar conformado cultural o socialmente. Por lo tanto, el estudio
pretende centrarse en la muerte como plexo de referencias culturales, es decir,
en la idea de que las sociedades despliegan concepciones acerca de la muerte del
mismo modo que lo hacen con respecto a otros fenómenos naturales relativos a la
experiencia humana y que, en tales concepciones, integran imágenes de lo
deseable, lo evitable, pero también de lo terrible.
Este enfoque
de 'historia de las mentalidades' o de 'filosofía de la cultura' acerca de la
muerte quiere tener, con todo, un objetivo práctico: el desarrollo de una
unidad didáctica acerca del tema para exponerla a alumnos de bachillerato entre
los 16 y los 18 años. La justificación de la
inclusión de este tipo de unidad, inspirada en la pedagogía de la
muerte o, como también se suele decir ahora, de la finitud, en esta etapa,
intenta compensar lo que Philippe Ariès, ya a finales de los años sesenta,
consideraba como la actitud básica de nuestras sociedades occidentales e
industrializadas ante la muerte: la postura conformada en el curioso discurso de
su interdicción, su prohibición o su inversión. Muestras de la eficacia de
este discurso, y de su asimilación, las tenemos en el prolongado rumor que se
produce en un aula llena de adolescentes cuando se les dicen cosas como
"Esto no va a durar siempre", "La vida es limitada y sabéis que
un día terminará", y otras por el estilo. La sorpresa que se produce
tiene sus motivos. El adolescente no contempla la posibilidad de la muerte (ni
siquiera de la accidental) porque 1) en general, su expectativa de vida es muy
amplia a diferencia de lo que ocurre con alguien maduro o viejo y 2) su
socialización no ha incorporado en general la familiaridad con la muerte en la
medida que el desarrollo de la complejidad sentimental de la institución
familiar ha contribuido, en función de la reproducción de un cierto patrón
social, a apartarle del contacto con los moribundos o los muertos de su círculo
más próximo; en este orden de cosas, nuestros adolescentes actuales añaden a
una asumida inmortalidad,
característica del período de apertura a la vida (o, para ser un poco más
precisos, de socialización secundaria) en el que se encuentran, una negación
automática de la muerte implantada culturalmente que les impide actuar, en una
situación de enfrentamiento directo con el hecho, de manera orientada.
Desvelar la muerte, deshacer el
olvido en que se la ha desterrado -tal vez por constituir algo fundamentalmente
improductivo, sin que tal afirmación intente ser una expresión de la causa-,
extraerla de aquellos rincones pulcrísimos de los tanatorios donde ha sido
recluida, vivirla en uno mismo no como lo otro de la vida sino como formando parte de la misma, es lo que
se pretende a través de una pedagogía de la muerte, la cual tiene un objetivo
cognitivo: mostrar que la muerte existe,
y uno práctico, que está en función del primero: modificar la actitud de los
sujetos en función de una conciencia desarrollada de la finitud.
A. Una aproximación
historiográfica
Los textos que he trabajado
primeramente son cinco estudios de Philippe Ariès incluidos en su obra La
muerte en Occidente.
Los cuatro primeros estudios resumen historiográficamente las actitudes
básicas que se han dado en Occidente acerca de muerte; estas actitudes Ariès
las denomina correlativamente "la muerte amaestrada", "la muerte
propia", "la muerte ajena" y "la muerte prohibida".
El quinto estudio representa una profundización en la relación que el hombre
contemporáneo de las sociedades industrializadas tiene con la muerte y lleva
por título "la muerte invertida: el cambio de actitudes ante la muerte en
las sociedades occidentales".
El hilo que recorre los cuatro
primeros estudios es el desplazamiento de la vivencia de la muerte desde una
familiaridad de los vivos -para nosotros desacostumbrada- con el fenómeno de la
muerte, pasando por su alejamiento progresivo del mundo de los vivos, hasta esta
fase final en la que se asiste a su negación –o ‘inversión’, como la
denomina Ariès- que circunscribe la muerte a unos reductos muy concretos:
tanatorios, hospitales, etc. En esta fase final, se asiste de tal modo a la
muerte de la vivencia de la muerte o, en todo caso, a su relegación definitiva
a un ámbito íntimo o privado;
es aquí donde la muerte de alguien próximo se experimenta como una pérdida
que, a diferencia de lo que ocurre con el resto de objetos o vivencias que perdemos,
aparece con unos rasgos de irreversibilidad que ninguna otra experiencia puede
emular. A pesar de que Ariès ofrece sus propias e iluminadoras opiniones al
respecto, quisiéramos desarrollar, después de mostrar los elementos básicos
de su clasificación de actitudes occidentales ante la muerte, una reflexión
propia que intente conectar esta vivencia peculiar –la negación directa del
fenómeno o su frágil escamoteo- no tanto con una cierta concepción de nuestra
identidad, como apunta Ariès, sino con procesos sociales más amplios a partir
de los cuales se erigirían las ideas acerca del yo.
Acerca
de la muerte amaestrada
A diferencia de la actitud
generalizada de ocultación o escamoteo que presenciamos hoy día ante la muerte,
a lo largo de la historia se ha mantenido
con cierta fuerza otra postura muy diferente: la sumisión consciente al destino
colectivo al que los hombres se rendían a través de una convicción íntima.
Los testimonios literarios que repasa Ariès coinciden todos en el hecho de que
los personajes tienen el presentimiento –exacto, por lo demás- de que la
muerte los acecha.
Todos están seguros del momento en que la muerte los merodea y, por ello,
organizan, sin patetismo excesivo, todo lo que debe hacerse hasta el instante de
la defunción e, incluso, después. Como paradigma de una buena muerte basada en tal actitud, Ariès recoge la del
protagonista de la Canción de Rolando,
una composición escrita probablemente en los primeros años del siglo XII: en
primer lugar, Rolando hace una evocación de los momentos bellos que le han
tocado vivir; en segundo lugar, los numerosos asistentes pasan a su vera y le
piden perdón; en tercer lugar, habiéndose dado la reconciliación con el
pasado y los presentes de este mundo, el moribundo orienta su atención hacia
Dios a través de la plegaria, la cual se divide en la culpa (la expresión de
su reconocimiento) y lo que se denominaba la recomendación del alma (una
petición de salvación). Es con posterioridad a estas acciones que se produce
la intervención del sacerdote dando la absolución.
Podría pensarse que el hecho de
que los individuos aceptaran de forma tan resignada y exenta de dramatismo el
hecho de la propia muerte sólo significaba la expresión de su derrota; no
obstante, hay que ver en ello más bien el signo de un autodominio consciente,
la convicción incluso serena de que había que plegarse a lo dictado por la
naturaleza, que había que rendirse sencillamente, todo lo cual contrasta
enormemente con el pánico que, ya no el hecho, sino la misma palabra que lo
designa provoca hoy día. La confirmación de esta idea la encontramos en las
conclusiones que extrae Ariès a partir de la relación de testimonios.
Primeramente, el espacio: la muerte se aguarda en la cama, padeciendo enfermedad;
en segundo lugar, el modo como se la aguarda: se trata de una ceremonia
organizada y de carácter público; y, por último, la manera con la que se
afronta: con sencillez.
Es fundamentalmente mediante esta última idea que puede argumentarse la validez
de la expresión “muerte amaestrada”, pues la tranquilidad con la que se
asumía cotidianamente el hecho de la muerte reproducía la conciencia de su
inserción en el orden inmutable de las cosas, frente al cual los individuos se
reconocen impotentes, y conformaba una suerte de control o domesticación del
hecho que, pese a su carácter radical, diluía sus efectos más terribles;
subsumida en el círculo inacabable de los procesos naturales, la muerte
carecía de esta dimensión de acontecimiento extraordinario o inadmisible que
le atribuimos hoy tal vez porque la conciencia contemporánea tiene motivos para
creer que, del mismo modo que hemos podido alterar procesos naturales muy
diversos para ponerlos a nuestro servicio, no tiene por qué ser diferente con
respecto a los procesos degenerativos que culminan con la muerte. En este
sentido, cada muerte natural parece estar representando hoy una especie de mofa
intolerable contra el complejo aparato asistencial que circunda a todo moribundo
y el patetismo sería la respuesta lógica a su fracaso inevitable.
Otro de los aspectos que, para
Ariès, contribuyeron a la conciencia de la muerte amaestrada fue la
coexistencia de los vivos y los muertos. Los cementerios, en la Antigüedad,
estaban situados fuera de las ciudades, originariamente no por razones
higiénicas sino por otras de talante bien distinto: mantenerse alejados de las
posibles perturbaciones
provocadas por los muertos; los cultos funerarios también estaban destinados
principalmente a la misma finalidad. Sin embargo, a partir de la baja Edad
Media, comienza a extenderse una nueva práctica de emplazamiento de sepulturas
que tiene que ver con el culto de los mártires y que el Cristianismo hizo suya:
se trata del enterramiento ad sanctos.
Se comienza a creer que estar enterrado junto a los mártires, primero en los
camposantos situados fuera de las ciudades, y después, junto al ábside de las
iglesias o en sus patios, ya dentro de las ciudades, tiene efectos salvíficos
para la otra vida. El momento del tránsito entre la práctica ancestral del
peregrinaje al arrabal para el entierro y la preferencia por la sepultura en el
núcleo urbano, junto a la iglesia protegida por la influencia de los mártires,
y en particular junto al ábside, lo cifra perfectamente la deliciosa leyenda
del entierro del obispo san Vaast, en el siglo VI.
A partir de este momento, por tanto, los atrios de las iglesias se convertirán
progresivamente en el lugar predilecto de sepultura. Ahora bien, esto no
equivale a señalar que los atrios se convirtieran por ello en rincones de
recogimiento; el cementerio está abierto al público en general porque,
formando parte de la iglesia, es fundamentalmente lugar de asilo. Pero otro
cambio comienza a acontecer lentamente: ya no existe solamente la creencia de
que es provechoso dormir el sueño eterno junto a la iglesia, sino que también
es provechoso, en virtud de este carácter de asilo que ofrece la institución,
hacer vida junto a ella; comienzan a edificarse casas junto a las iglesias y,
por tanto, alrededor de los cementerios. La fase final de este proceso la
constituye la institución de los antiguos atrios como lugares de encuentro e
incluso de diversión. Los muertos y los vivos, pues, comparten el espacio, de
aquí que la familiaridad de los segundos con los primeros, su conciencia de que
los negocios o el jolgorio de la vida se hallan literalmente a un paso del
reposo definitivo, se genere a través de una proximidad a la que la
institución eclesiástica tardará en reaccionar.
La idea de la muerte amaestrada sólo puede generarse con la proximidad, como
lo que sucede con los animales domesticados por el hombre, los cuales han de ser
arrancados del entorno salvaje de la naturaleza para ser incorporados en el
ámbito de la vida humana. La familiaridad producida por esta proximidad con los
muertos es la condición histórica para la idea de la muerte amaestrada y lo
que hacía que, ante la presencia de los despojos, la gente no experimentara
turbación significativa alguna.
Acerca
de la muerte propia
Una serie de alteraciones de esta
concepción de la muerte como gran destino colectivo –el reunirse con la
mayoría, como sostenían los latinos cultos-, que Ariès detecta en los
fenómenos de la representación del Juicio final, en el hecho de que éste se
experimente como algo privativo del sujeto en el momento de su fallecimiento, en
el interés por los temas macabros sugeridos por las imágenes de la
descomposición del cuerpo y en el abandono de la costumbre del entierro en la
fosa común para pasar a sepulturas individuales e identificativas de su
ocupante, remarcan una modulación en la vivencia de la muerte que pone de
manifiesto una mayor relevancia de la subjetividad. A partir de este momento,
podrá decirse, no que se ha abandonado la actitud anterior, sino que comienza a
apuntarse otra paralela: la idea de la muerte propia, es decir, la idea de que
la única experiencia accesible es la de que el yo –mi yo- cesa, y que este
fenómeno aparece separadamente de aquel destino colectivo en el que ya se
apuntan rasgos de abstracción.
La iconografía de la baja Edad
Media refleja un desplazamiento en las temáticas acerca del asunto del retorno
de Cristo a la Tierra después de la resurrección. Antes del siglo XII, no
aparece signo alguno de una juridización asociada a la resurrección de los
muertos provocada por el regreso de Cristo; no hay, pues, referencias ni a
tribunales ni a condenas. A partir del siglo XII, en cambio, la iconografía ya
nos ofrece la división entre los salvados o justos y los condenados, las
imágenes de tribunales, del pesaje de las almas y de balanzas, el registro de
las acciones individuales en un libro –el liber
vitae; en este orden de cosas, Cristo ya no aparece directamente como
personificación de la salvación, sino básicamente de la justicia: es el juez
que lee el libro de la vida durante el día del Juicio Final. Es evidente que
esta implicación jurídica con los instantes de la muerte (porque la muerte
verdadera se produce en este día del Juicio, cuando se determina el destino del
alma individual, y no antes, en el momento de la muerte física y de la
descomposición del cuerpo) acarrea un aspecto nuevo en la historia: los hombres
comenzarán a asociar a su muerte, ahora que ya empiezan a ser capaces de
sentirse mínimamente independientes de los ciclos naturales, con un orden no
natural, pero orden al fin y al cabo: el orden moral; la muerte se vinculará
con un significado moral que consistirá básicamente en una rendición de
cuentas, en un deseo de establecer la paz con los demás –y, así también,
con uno mismo- antes de la despedida, todo lo cual supone un ensanchamiento de
la subjetividad individual no concebible anteriormente. Por eso, el liber
vitae deja de tener ese carácter de compendio general de la especie humana
para adoptar el de un archivo biográfico individual.
También en este sentido el Juicio
Final acabará por convertirse hacia fines de la Edad Media en un asunto
privado, que se produce en el momento del fallecimiento, y que, por tanto,
devalúa la idea de un Juicio colectivo y grandioso al final de los tiempos. El
escenario del moribundo yaciendo en la cama, rodeado de parientes y amigos, no
ha cambiado; no obstante, las artes moriendi
de los siglos XV y XVI hacen introducir en estas estampas algunos personajes
fantasmales que solamente son advertidos por el yacente y no por los que lo
rodean: la corte celestial, por un lado, y los ejércitos del diablo, por otro,
se dan cita en la habitación del agonizante no para llevar a cabo propiamente
un juicio sino, más bien, para someter a aquél a una última prueba bajo la
forma de una tentación. El modo como se responde a esta última tentación
determina su destino en la gloria o en el infierno por toda la eternidad, pero,
a menudo, se impone previamente la recapitulación de la vida.
Ariès destaca que las artes moriendi reproducen
un momento de tránsito entre aquella conciencia colectiva de la baja Edad Media
y la conciencia individual que comienza a sugerirse porque incluyen en sus
estampas la escenificación del ritual colectivo, incorporando incluso
personajes ajenos al mundo terrenal ante el lecho de muerte, y los primeros
indicios de una inquietud personal que se agudiza con el repaso de la propia
vida. La carga de dramatización del instante de la muerte, frente a la serena
resignación mostrada en otros tiempos, tiene en esta inquietud personal, sólo
explicable a partir de una amplitud y un enriquecimiento de la autoconciencia,
su origen histórico; por este motivo, el desarrollo de esta particular
aflicción y de las prácticas de duelo sólo encontró en principio su caldo de
cultivo apropiado en las clases instruidas de las ciudades mientras que el
pueblo llano siguió encarando la muerte –realmente, hasta hace muy poco esto
era observable en las zonas rurales- con aquella atávica sencillez de antaño.
La
iconografía sobre temas macabros, que comienza a abundar a finales de la Edad
Media, también nos ofrece la posibilidad de establecer pautas de
interpretación sobre la idea de la muerte propia, manifestada a través de la
figura del ‘transido’, del individuo parcialmente descompuesto o reducido ya
a los huesos. Ariès sigue en este punto la interpretación que expone el
historiador Tenenti en su obra La
vida y la muerte a través del arte del siglo XV. En este texto se insiste
en la idea de que el interés que se da a fines del Medievo por los temas
macabros, es decir, el abandono progresivo de una perspectiva serena sobre la
muerte en la iconografía para substituirla por imágenes horrorosas que remiten
a la carroña o los esqueletos, no es un síntoma de degeneración moral sino
una reacción a la concepción cristiana en la que quiere subrayar, por encima
de todo, el amor a una vida plena. Se incita, con todo, a una reflexión sobre
la corrupción del cuerpo, sobre el hecho de que el cuerpo se descompone no ya a
partir del momento de la muerte, sino antes, en la vejez; sin embargo, la
consecuencia lógica de este encadenamiento de ideas consistirá en llegar a
adivinar la presencia de la putrefacción en los momentos de máxima lozanía,
en la mocedad, incluso en la niñez, como ocurrirá sólo un poco más tarde, en
el Barroco.
Pero en todo este catálogo de actitudes, que avistan la podredumbre en la
frescura, debe olfatearse un apasionado amor a la existencia que es traicionado
con cada muerte individual; tal horror a la muerte se genera en la simple medida
que ésta impide gozar de la vida y no porque sea horrorosa en sí misma, lo
cual no quiere decir, desde luego, que, posteriormente, no fuera precisamente
ésta la imagen que prevaleciera con independencia del referente. Las imágenes
de la descomposición física son unas herramientas culturales que contribuyen,
como la edición de las artes del buen morir y las representaciones del Juicio
Final, a la erección de una autoconciencia desconocida en los primeros siglos
de la Edad Media.
La génesis de una autoconciencia
también se revela en la personalización de las sepulturas. En la Antigüedad,
era habitual que cada cual, incluso en ocasiones un esclavo, tuviera dispuesto
su nicho, con una inscripción que sirviera de pétrea memoria del difunto para
los vivos. Hacia el siglo V, aproximadamente, comienzan a verse síntomas de
desaparición de estas prácticas identificativas. La preferencia del entierro ad
sanctos disuelve las identidades particulares de los difuntos en el gran
Destino colectivo bajo el manto de la iglesia que los protege hasta el momento
de la resurrección. No obstante, transcurridos unos ochocientos años
aproximadamente, es decir, a inicios del siglo XIII, reaparecen las
inscripciones en el caso de las sepulturas de personajes ilustres. Y esta
tendencia se reproduce en clases sociales menos pudientes cuando en este mismo
siglo empieza a menudear la costumbre de poner una lápida para perpetuar el
recuerdo (no era necesario que la colocación de la lápida, por cierto,
respondiera al lugar exacto donde yaciese el muerto). Lo relevante en esta
generalización de la práctica es que refleja la instauración paulatina de una
nueva autoconcepción del hombre a partir de la idea de la muerte que, a su vez,
condiciona su enfrentamiento con ella.
Acerca
de la muerte ajena
En el esquema de Ariès, la
cronología de los hechos históricos desde el fin de la Edad Media corre
paralela a la ampliación de una autoconciencia que, a partir del siglo XVIII,
ofrecerá nuevos rasgos de una relación peculiar del hombre occidental con
respecto a la muerte. El reconocimiento de una interioridad que se expande no
comporta, sin embargo, una preocupación desmesurada por la muerte propia sino
que, por el contrario, el desvelo comienza a dirigirse hacia los otros. Esta
autoconciencia que se enriquece empieza a admitir que sólo puede contemplar la
muerte en los otros, que la muerte que uno experimenta es primariamente la ajena,
en particular la de aquellos a los que uno estima. El lazo sentimental que
progresivamente se refuerza entre los miembros de la familia, es decir, el
nacimiento de la familia moderna como plexo sentimental y de socialización, es
lo que determina que la muerte aparezca como un acontecimiento que, como la
piedra en el estanque, genera ondas de aflicción a lo largo de todo el espectro
familiar. La muerte empieza a ser algo intolerable porque quebranta tal lazo. No
es extraño, por tanto, que a partir de un cierto momento aparezca como
transgresión o ruptura, mientras que antaño se limitaba a significar lo
contrario: la reintegración en el ciclo natural tras el privilegio de la
existencia. Pero ésta no es la única inversión. Antaño la muerte venía
comúnmente a significar lo adecuado al estado natural del hombre, ahora
comienza a vislumbrarse la posibilidad de que sea algo completamente irracional. Es probablemente la
intuición de este sinsentido de la muerte, el cual, simultáneamente, afecta al
estatuto de la vida en los momentos en que se hace patente, lo que explicaría
en parte el dramatismo grandilocuente –si lo comparamos con actitudes
anteriores- con el que se encara el óbito.
La otra parte de la explicación se la debemos al fortalecimiento de los
vínculos sentimentales dentro de la familia, como ya hemos señalado. Por otra
parte, y paralelamente, el romanticismo exhibe en sus producciones una acentuada
complacencia en los temas mortuorios.
El cambio de actitud del moribundo con
respecto a la familia se trasluce con claridad en la documentación
testamentaria. En la medida que antaño la muerte no provocaba marcadas ondas de
aflicción en la familia, el testamento era un escrito de carácter personal
donde se hacían constar las disposiciones que se organizaban o solicitaban para
que uno fuera recordado –nótese que se dice que se disponía
testamentariamente que uno fuera recordado de una cierta manera (por ejemplo, a
través de la promesa de una inscripción en la iglesia o de una serie de
servicios religiosos anuales), es decir, que se disponía que
uno fuera recordado; el carácter de especificación del reparto de los
bienes era de segundo orden con relación a esta primera función del testamento
que, a menudo, también servía de escrito confesional. A partir del siglo XVIII,
el testamento pasa a ser simplemente el documento que determina la distribución
de los bienes entre los allegados. La razón de este
cambio, cree Ariès, se debe a una separación de dos voluntades en la
conciencia de las gentes modernas: la que remite a los asuntos materiales del
dinero y los bienes y la que remite a este plexo afectivo que ya es la familia;
en general ya existe una confianza, basada en el afecto, del moribundo con
respecto a la familia que favorece que pueda comunicar directamente sus
disposiciones en lo que concierne a la perduración de su memoria sin necesidad
de hacerlo a través de un documento legal.
También cambia la actitud de los
allegados con respecto al moribundo. El duelo, que tenía una función social
clara de resistencia compartida a la pena, ahora alcanza un “despliegue
ostentoso”,
una emotividad desatada, que refleja una intolerancia reciente históricamente
en relación con el hecho ineludible de tener que superar el dolor de la
pérdida. Es por ello que la muerte que se tiene en cuenta principalmente no es
la de uno, que sólo representa un motivo limitado de preocupación, sino la
ajena. El culto a los muertos y a las tumbas que se generó al socaire de estas
transformaciones en las mentalidades durante el siglo XIX ha dejado como
secuelas la visita anual a los cementerios o la devoción hacia los caídos por
la patria.
La idea de que la muerte
representa una transgresión, un quebrantamiento del orden regulado de la vida,
una irrupción definitiva de la naturaleza en una existencia conformada por las
pautas sociales, es esencial para entender como, después, en el siglo XX, se ha
podido generar una conciencia de negación o inversión de la muerte. Por lo
pronto, parece que es posible enmarcar este proceso en la profanización
creciente de las sociedades, en una urbanización que elimina todo rastro de
naturaleza en nuestro mundo de todos los días y en nuestra idolatría respecto
a una tecnología desatada que genera una y otra vez la expectativa de la
inmortalidad –aunque sea la de una descorazonadora inmortalidad asistida y
entubada.
Acerca
de la muerte prohibida
Lo que sorprende sobremanera en la
actitud general contemporánea hacia la muerte es, no tanto el hecho de que sea
objeto de una interdicción en el discurso y en la cotidianeidad de los vivos
–aspecto que, al fin y al cabo podemos conectar con el despliegue moderno del
sentimiento familiar y el carácter intolerablemente afectivo que desde el siglo
XVIII presenta toda pérdida-, sino en especial la rapidez con la que se ha
instalado esta prohibición en las sociedades industrializadas. Ariès puede
concretar esta transformación en un período de 20 años, entre 1930 y 1950, y
la vincula con un factor importante, que ha contribuido a menguar la solemnidad
del momento de la muerte, en relación con un cambio de lugar: el espacio de la
muerte ya no es la propia casa sino el hospital. El hospital moderno no es un
escenario propicio para que el moribundo, consciente de que se acerca el fin, se
deje ir; más bien, al menos según la visión de Ariès, representa el
teatro de la lucha por la vida y en el que los médicos, paladines en este
combate peculiar, determinan cuándo y cómo es conveniente que el paciente deba
dejarse ir a través de una
interrupción de las asistencias. Más que ver en ello una muestra de
encarnizamiento terapéutico, aunque a veces pueda deslizarse algo al respecto,
Ariès le otorga a esto un significado simbólico: al moribundo se le priva de
la posibilidad de una decisión que los hombres, antaño, habían tomado siempre
en solitario bajo la creencia de que el momento de la muerte era de su exclusiva
propiedad.
El hospital moderno ha eliminado
también la solemnidad ritual del momento de la muerte y procura diferir la
descarga emotiva que genera en los allegados mediante la ocultación de la
verdad al enfermo (que tranquiliza a aquellos), la prolongación no siempre
deliberada de la agonía y, en fin, el traslado del cadáver al tanatorio. ‘Tanatorio’
es el término que se ha impuesto al lugar donde se conserva el cuerpo después
de la defunción y antes de la inhumación o incineración; un término que
traduce no sólo la expresión inglesa funeral home,
sino también la costumbre estadounidense que está a medio camino del velatorio
en casa, propio aún de las sociedades tradicionales y agrarias, y la rápida
expedición del cuerpo hacia el cementerio o el crematorio –hacia el olvido,
en suma-, propia de las sociedades industrializadas del norte de Europa. Con
todo, la exposición en el tanatorio es de tiempo limitado y ha modificado el
duelo, ya que éste concentra su carácter público, si lo tiene, en este
intervalo; por lo demás, han desaparecido no sólo los signos ostentosos y
prolongados con los que se manifestaba una pérdida en el siglo XIX, sino
incluso los discretos y provisionales brazaletes negros de mediados del XX: por
tanto, no sólo se prohíbe la muerte, sino también la más mínima
manifestación de la misma.
Geoffrey Gorer, el sociólogo
británico que, en 1955, a raíz de experiencias personales, en su artículo
pionero, “The pornography of Death”, puso al descubierto esta interdicción
sobre la muerte, tuvo el acierto de conectarla con la desaparición de la
prohibición victoriana sobre las manifestaciones del sexo. Pero Ariès añade
algo a este diagnóstico: del mismo modo que el interdicto del sexo acarreó
secuelas patológicas, que las ideas de Freud –un producto tan decimonónico
como la moral victoriana- serían las primeras en destapar, la prohibición
contemporánea de la muerte también incorpora su catálogo de perversiones. La muerte se convirtió
en su momento en el tópico que favoreció de forma más clara el desarrollo de
una autoconsciencia en los individuos; es esto lo que puede haber sugerido a
Ariès su idea de una conexión entre nuestra concepción del yo y la de la
muerte. Ahora bien, con el destierro contemporáneo de la muerte del territorio
de familiaridad que había mantenido con los vivos y el desarrollo paralelo del
pavor a la desaparición física, fomentado por el romanticismo, no puede dejar
de resultar hasta cierto punto obvio el retorno del viejo tabú del sexo, ahora
transformado en la instancia a la vez grandiosa e íntima de identificación de
los individuos. El desprecio y la
ocultación de Tánatos implican así la revalorización de Eros.
En el artículo más extenso que
Ariès publicó en los Archives européennes de sociologie,
en 1967, sobre la relación del hombre contemporáneo con la muerte –y que
constituye el capítulo octavo de la segunda parte de su obra-, profundiza en
estas mismas ideas aunque centrándose en tres aspectos fundamentales: el
desposeimiento del agonizante, el desprecio del duelo y la invención de un
nuevo ritual funerario en los Estados Unidos.
Ariès no deja de lamentar, por cierto, que el silencio de la sociología
contemporánea no hace más que unirse al silencio malsano de la población en
general en relación a la muerte. El silencio de la costumbre no debería
impedir que la ciencia desarrollara su labor acerca de tema tan crucial; en este
sentido, añadimos, la educación tampoco está exenta de una tarea en la que se
implican las concepciones filosóficas, religiosas y sociológicas, así como
sus respectivas orientaciones para la acción.
Dos procesos de carácter
distinto: el cronológico, de avance en el tiempo, y el jerárquico, de
ascensión en la escala social, se conjugan para que el hombre vaya sintiéndose
menos próximo a la muerte y, así, le produzca un mayor desasosiego. Las
sociedades contemporáneas tienen menos familiaridad con la muerte que las
antiguas y los individuos de posición social más elevada, en éstas o
aquéllas, dependen más de los que los rodean para encarar el momento del
adiós.
Si bien antaño el moribundo poseía
su propia muerte –se diría que controlaba su íntimo desposeimiento- en la
medida que presidía la ceremonia de su despedida del mundo, hoy en día se
produce la inversión de este fenómeno: nadie tiene una idea clara de cómo
encarar el propio fin, al margen de unos consejos de orden religioso sólo
eficaces en virtud de una creencia previa, y ha desaparecido el carácter
solemne del rito de la muerte básicamente por tratarse de un hecho no público,
sino privado, y, a menudo, ocurrido en plena inconsciencia –sedado- y en
soledad.
Para comprender este desposeimiento del moribundo, cómo se le arrebata o se le
frustra este instante –el cual, junto al orgasmo, es seguramente el que le
revela a la naturaleza de forma más clara precisamente en lo que supone de
extravío de la individualidad- Ariès indica que hay que buscar su explicación
en la historia de la familia. El plexo afectivo sobre el que se constituye la
familia moderna ejerce tal peso sobre sus miembros que hace intolerable no sólo
el dolor de una pérdida sino incluso la intuición de la misma. Por tanto, la
muerte se vuelve insoportable, de aquí que se la desee invisible o inexistente,
al mismo tiempo que se generan y fortalecen los lazos sentimentales en la
familia, que antes del siglo XVIII no existía con estos rasgos en la medida
que, por ejemplo, los testamentos exigían legalmente la perduración de la
memoria del testador a los miembros de su propia familia. ¿Quién no vería hoy
una aberración en que le obligaran legalmente a recordar a un ser querido? Del
peso de la familia en el cambio de actitudes hacia la muerte se derivan dos
fenómenos interesantes: en primer lugar, el carácter sagrado –expresado y
difundido por las novelas, el cine y la televisión- que para nosotros todavía
tienen los últimos deseos del moribundo;
en segundo lugar, el pacto de silencio que se organiza entre los miembros de la
familia para evitar que el ser querido amenazado por la muerte pueda saber qué
le está ocurriendo.
Por supuesto, esto último da origen a situaciones paradójicas en las que se
observa una curiosa complicidad entre el que muere y los que sobreviven como,
por ejemplo, que el moribundo sepa antes que nadie cuál es su estado y lo
oculte por compasión con el sufrimiento de sus allegados; o, en otro caso, que
el moribundo resista hasta el momento en que la certeza de la muerte está
asumida en sus familiares: a la rendición cognitiva de éstos puede ahora
seguirle la rendición física de aquél, su dejarse
ir, que expresa el reconocimiento de la inutilidad de la lucha por ambas
partes. En todo caso, el pacto de silencio no es un simple fingimiento, es
muchas veces también un autofingimiento: en principio, no podemos literalmente
creernos la muerte del otro, del ser próximo o querido, y, por ello, toda
expresión de la muerte en la vida cotidiana aparece como algo extemporáneo,
algo capaz de suscitar una emoción arrolladora e incomprensible, algo que hace
perder el control.
En esta línea, el duelo, el cual
siempre había representado una necesidad de manifestación pública del dolor,
está hoy prohibido. Esto no significa, como se apresura a apuntar Ariès
siguiendo los estudios de Gorer, que exista en la época contemporánea un
desprecio o una indiferencia hacia los muertos; por el contrario, la
desaparición de los seres queridos provoca tal vez más que nunca una pena
desmedida, pero lo que ocurre es que la nueva convención social estipula
rigurosamente la ocultación de esta pena.
La muerte, con todos sus gestos adyacentes, se ha convertido en el gran tabú
de la segunda mitad del siglo XX sustituyendo al sexo.
En este sentido, la totalidad de la sociedad reproduce la dinámica de un
hospital moderno ante el hecho de la muerte, generándose un fingimiento doble:
por un lado, la colaboración del enfermo con el equipo médico tiende a simular
una superación del trance y, por tanto, a no contemplar más que en
el último momento la posibilidad de la muerte; por otro lado, el allegado
que sobrevive ha de simular una continuidad de la regularidad de la vida que no
le permite una manifestación de su aflicción, que le impide, pues, el duelo.
En el primer caso, se asume la ilusión de escamotear a la muerte en el lecho de
muerte, por así decirlo; en el segundo caso, se aleja a la muerte a través del
escamoteo de sus secuelas en las costumbres, en la práctica social, y, por ende,
en la dimensión personal: la muerte del allegado acaba siendo identificada
personalmente con algo que simplemente perturbó el orden de la vida cotidiana.
Examinando la cuestión se percibe, con todo, una anomalía grave: posiblemente
la vida social no resulta sana porque no sólo no reconoce globalmente el hecho
de la muerte, sino también porque lo expulsa de su interior.
La interdicción de la muerte
tiene un carácter diverso en los Estados Unidos. Tal vez por haber conservado
con mayor frescura los rasgos de la Ilustración en oposición al peso que
todavía viejas tradiciones siguen ejerciendo en los países más desarrollados
de Europa, los Estados Unidos han desarrollado una industria funeraria que puede
despreocupadamente reproducir en ocasiones el carácter ostentoso de las
exequias europeas del siglo XIX. Dos elementos entran aquí en la explicación:
por una parte, la invención del funeral home, el tanatorio, como lugar que evita que el cadáver
permanezca en la casa del difunto o en el anonimato alienante del gran hospital;
por otro, el desarrollo de las técnicas químicas de conservación de
cadáveres que han logrado que los residentes inmóviles de los funeral
homes tengan un aspecto siniestramente vivo. En este caso, la exclusión de
la muerte tiene lugar a través de la creación artificial de una imagen de
vida, que no sólo se observa en el cadáver, sino también en el entorno
creador por el funeral director: centros de flores, música grave, refrigerio para
los parientes y amigos, etc... A través de esta exposición de vida, incluso el
muerto parece estar vivo, lo cual no deja de ser un curioso escamoteo de la
muerte en forma de exhibición –los entierros de personas ilustres o
simplemente poderosas se anuncian en fachadas y autobuses, como se hace con las
películas- que se da en una sociedad francamente adicta a los espectáculos.
B.
Dos aproximaciones filosóficas
En esta segunda sección del estudio, vamos
a recoger dos aproximaciones filosóficas diversas a la temática de la muerte:
la de José Luis López Aranguren, que pretende ser una exposición comprensiva
de diversas actitudes usuales ante la muerte tal como se producen en algunos
filósofos, y la de Theodor Wiesengrund Adorno, que enfoca filosóficamente la
idea de la muerte tras haber comprobado lo que significó el imperio de la
muerte administrada en Auschwitz.
Cuatro
actitudes ante la muerte
El capítulo 24 de la segunda
parte de la Ética,
de Aranguren, está dedicado al repaso de cinco actitudes ante la muerte, que el
autor denomina de la siguiente manera: la muerte eludida, la muerte negada, la
muerte apropiada, la muerte buscada y la muerte absurda. No obstante, podría
decirse que las actitudes se reducen a cuatro en la medida que lo que se
denomina muerte buscada, es decir, el reconocimiento y la atención a un impulso
tanático, el querer morir en definitiva, se reduce en el fondo a otras dos
actitudes: o bien a la de la muerte apropiada o a la de la muerte negada. La
razón de ello se encuentra en las convicciones que se hallan bajo la actitud de
la muerte buscada. El que busca la muerte puede creer que tras ella no hay nada,
y, por tanto, en su gesto, pretende apropiarse totalmente su muerte del mismo
modo que se apropia de otras cosas; pero el que busca la muerte también puede
creer que tras ella hay la nada, a la
que asocia la idea de una especie de reposo eterno, de nirvana, de paz infinita,
con lo cual entiende su muerte como un pasaje, que es el elemento clave de la actitud que niega la muerte,
es decir, de la muerte negada. Nuestra exposición, por tanto, se centrará en
las otras cuatro actitudes.
De lo que no cabe ninguna duda es
de que hoy la actitud predominante es, según Aranguren, aquella que elude la
muerte, la que la disfraza en el discurso y la encubre en la cotidianeidad por
parecernos francamente incompatible con la vida. Y precisamente ésta es la
convicción que la subyace: “la muerte es lo contrario de la vida, paraliza y extingue la vida”.
Pero también la preocupación por la muerte puede contribuir a esta parálisis.
Y, si bien es cierto que la muerte no parece que pueda ser eliminada del
horizonte de la experiencia humana, sí que puede hacerse esto con la
preocupación por la muerte; de este modo, eludir la muerte significa recortar
hasta donde sea posible nuestra preocupación por ella, procurar escamotear su
presencia en el pensamiento siempre que sea posible. La naturaleza, por un lado,
y la ciencia, por otro, contribuyen a ello. Por una parte, no podemos
representarnos naturalmente el hecho de nuestra propia muerte (aunque sí los
signos que la acompañarían), lo que permite abrir la caja de Pandora de la
imaginación;
por otra parte, la tecnología médica se esfuerza en retardar máximamente la
llegada de la muerte.
Eludir la preocupación por nuestra muerte no impide, sin embargo, que
diariamente seamos testigos o conocedores de la muerte de los otros. Las muertes
violentas, artificiales, parecen haberse encaramado rápidamente sobre el
pedestal de los esquemas de la muerte en nuestras sociedades tecnificadas; el
hecho de que se den en este contexto las hace todavía más terribles, puesto
que se revelan como errores o fallos irreversibles dentro de una estructura en
la que todo a priori parece
susceptible de solución técnica. El despliegue de la muerte ajena en los
medios de comunicación no implica, contra lo que pudiera pensarse en principio,
una corrección de la tendencia general a eludirla.
La muerte negada sería aquella
actitud, la cual no se limita a negar la muerte, sino que lo que niega es que la
muerte signifique propiamente el fin de toda existencia.
Es una actitud que frecuentemente conecta con convicciones de orden religioso.
De estas convicciones se deriva la idea de que la hora de la muerte sea la hora
del tránsito entre dos formas de
vida, a menudo entendiendo la segunda como una forma más plena, lo cual implica
devaluar la gravedad de la muerte; en este sentido, la idea de tránsito o
pasaje no hace justicia a la gravedad que reviste toda muerte, a su inquietante
presencia en la vida humana, incluso en aquella vida que considera la existencia
terrenal de segundo orden en oposición a la ultraterrena. En todo ello ve
Aranguren un motivo de crítica, incluso desde el punto de vista cristiano: el
cristiano riguroso a veces no da a los asuntos mundanos la importancia que
merecen y, en esta línea, tiende a minusvalorar la
trascendencia del momento de la muerte.
Por lo que hace a la idea de
apropiarse la muerte, de poseérnosla como una última ganancia en el instante
de la pérdida definitiva, Aranguren destaca dos posiciones intelectuales: la
del poeta Rainer Maria Rilke y la del filósofo Martin Heidegger. La muerte
apropiada es la actitud que parte de que la muerte no es algo ajeno o
extrínseco a la vida, sino, por el contrario, un constitutivo de la vida, algo
no separado de ella, que se expresaría en la idea, formulada con diversas
variantes desde la Antigüedad, de que, mientras vivimos, estamos muriendo, en
suma, de que cada nuevo día que vivimos es también un día menos.
La postura de Rilke es hacer de la
muerte una suerte de ejercicio ascético capaz de ofrecer un resultado
satisfactorio para el yo del poeta bajo el supuesto de que la muerte puede
incorporarse a la vida.
La apropiación de la muerte de la que habla Rilke es de carácter estético;
aparece como el precipitado bello de un esfuerzo creador en el mismo sentido que
podía resultarle posible apropiarse
de una experiencia sensible cualquiera a través de la forma del poema.
Sin embargo, Aranguren muestra, desde un punto de vista cristiano, que el acto
de la muerte no es algo que dependa sólo del moribundo, sino que también
aparece como su destino inevitable y, en este sentido, como “algo que se hace
con él, que no hace él”.
La posición de Heidegger, en
cambio, cifra su apropiación de la muerte en una distinción, que
indirectamente se remonta a Epicuro, entre la muerte como hecho y la muerte como
cuidado o preocupación acerca de ella. Los hombres disponemos del dudoso
privilegio de poder anticipar nuestra muerte, lo que se manifiesta en el
carácter angustioso que a veces adopta la existencia, pero lo esencial de esta
anticipación reside en que permite recomponer, no realmente sino existencialmente,
nuestro ser: la apropiación del ser pasa así por el cuidado o preocupación
por la muerte, pues somos seres para la muerte.
En esta actitud de asumirnos existencialmente como seres para-la-muerte, los
hombres nos liberamos hasta cierto punto del hecho puro e incontrovertible de la
muerte. Ahora bien, según
Aranguren, Heidegger puede argumentar esta idea de la apropiación de la muerte
porque se limita a considerarla desde la perspectiva de la preocupación que los
hombres tienen por ella, sin admitir en su análisis el acontecimiento real de
la muerte.
A diferencia de Heidegger,
Jean-Paul Sartre es capaz de mantener en su obra una actitud hacia la muerte en
la que se incluyen los dos aspectos que se han venido barajando en todas las
posiciones anteriores: por un lado, lo que la muerte es para la vida y, por otro,
lo que la muerte tiene de hecho inasimilable, aunque ciertamente con el objeto
de concluir en el absurdo de la muerte propia en la medida que pone de relieve
esta inasimilabilidad. Este absurdo, sin embargo, se revela sólo en la mirada
del propio moribundo, por lo que la muerte sólo exhibe su carácter de
estructura existencial no en él sino en los otros, en los que sobreviven; por
ello, se muere para los demás, que
son los que pueden atribuir un significado a aquello que para el que muere sólo
es absurdo. Pero Sartre, con su
reflexión sobre la muerte, abre un dilema esencial para Aranguren: en nuestra
actitud hacia la muerte podemos o bien admitir el absurdo o bien reconocer el
misterio, es decir, optar entre la suposición de que la muerte realmente no
tiene ningún sentido y el hecho de que su sentido no nos es alcanzable por
hallarse en un plano suprahumano, optar –en suma- entre el nihilismo y Dios.
La
muerte después de Auschwitz
Dialéctica
negativa, de Theodor Wiesengrund Adorno, avanza
hacia su final con una sección en la que se llevan a cabo algunas meditaciones
sobre la metafísica después de la experiencia del genocidio que Auschwitz
representa de forma paradigmática para Occidente. Auschwitz no sólo significó
el industrialismo aplicado al asesinato masivo, sino que también parece haber favorecido la paralización de la
metafísica, la cual, tras haber integrado en su saber lo mundano e histórico
con Hegel, se encuentra bruscamente ante el abismo de una matanza colosal e
injustificable, ocurrida en el centro de la cultura filosófica, artística y
científica más sofisticada, y en la que lo peculiarmente mundano e histórico
–el individuo-, es, en su eliminación física, expulsado del concepto
filosófico del mundo una vez más. Adorno hace ver que Auschwitz no comporta
sencillamente una modificación traumática de los supervivientes, los cuales,
tras el universo del horror, no comprenden su milagrosa existencia, sino, sobre
todo, una modificación de la propia muerte.
Es más: Auschwitz, a pesar de convertir a la metafísica en un sarcasmo brutal
para con las víctimas, no puede dejar, sin embargo, de corroborar una teoría
filosófica: la que hace coincidir el concepto de la identidad absoluta con la
muerte.
No obstante, al parecer de Adorno,
la muerte cotidiana no tiene siquiera ya aquella brizna de trascendencia a
través de la cual sería posible conectarla con una metafísica; la muerte ya
ni siquiera brinda un sentido, a diferencia de que había querido Heidegger. Por cierto, la idea de
una apropiación de la muerte, acariciada por este filósofo, no representa para
Adorno más que una forma sutil de desesperación inducida por el contexto
social en una época en la que la muerte ha sido desgajada brutalmente de la
vida y en la que ya no aparece “más que como algo extrínseco y extraño”,
precisamente como algo que, a diferencia de la mayoría de las cosas, no podemos
poseer. Que la muerte nos parezca inasimilable tiene, pues, más que ver con
procesos sociales determinados en última instancia por las formas de propiedad
que con ninguna posición metafísica autónoma. Por otra parte, la muerte –particularizada
en los muertos que son contemplados como cosas- revela a los hombres la
dinámica de la cosificación en la que se hallan inmersos. Estos aspectos
contribuyen en buena medida a la elevación del pánico ante la expectativa de
la muerte y a la devaluación individual y colectiva de toda idea de
inmortalidad; todo afán esperanzado por la salvación se diluye con la
modernización de la sociedad o, como sugiere Adorno, con esta forma particular
de modernización que consiste en el abandono de las tradiciones como medios de
experiencia. Ya no resulta posible
conectar la muerte con la vida y descubrir en nuestra fugacidad un sentido para
nuestro ser, como sí hizo Hamlet, por ejemplo. Pero en este desasimiento de la
muerte respecto de la vida, que genera un miedo atroz a lo absolutamente ajeno,
puesto que nos degrada a meras cosas inertes -¡y a nada más!-, hay que
procurar descubrir una legalidad histórica.
Es justamente por medio de esta conciencia que puede decirse que la muerte ya
no será lo mismo después de las condiciones concretas de Auschwitz.
C.
Conclusión
No quisiéramos cerrar el estudio
sin dejar constancia de que existe un cierto consenso entre todos los enfoques
consignados en la medida que todos ellos no entienden a la muerte como
invariante sino como algo asociado
a las Weltanschauungen sociales. El
intento de comprensión de la muerte, efectivamente, arrastra concepciones del
mundo en sentido ontológico y ético. Si hoy en día nos cuesta tal vez más
que en otros momentos históricos asimilar su experiencia, ello tal vez esté
conectado con la falta de comprensión generalizada del mismo mundo social en la
medida que éste resulta fácilmente abarcable pero difícilmente inteligible;
lo francamente distinto aparece bruscamente en la pantalla del ordenador, a
través de la televisión o, sencillamente, a la vuelta de una esquina en
nuestra propia ciudad. La mera presencia de lo ajeno ya nos exige un esfuerzo
por ejercer una comprensión que el tempo
que vivimos nos hace dificultosa, pues además lo distinto se multiplica. Justo
como la muerte a medida que vamos viviendo; de hecho, el signo más crudo del
paso del tiempo no lo representan sus huellas en el cuerpo sino las muertes que
vivimos, más frecuentes con la hondura de aquéllas. Preparar para esta
experiencia inevitable es el modesto objetivo de la segunda parte de este
trabajo, la cual, no obstante, quedará para otra ocasión.
La muerte en Occidente, Argos
Vergara, Barcelona, 1982.
Conforman, junto a una breve conclusión, la primera
parte de la obra –“Las actitudes ante la muerte”-, pp.19-65.
Es el capítulo octavo, pp.137-62, de la segunda parte
–Itinerarios (1966-1975).
Así, dice Ariès, “sólo tenemos derecho a
conmovernos en privado, es decir, a escondidas.” Op.
cit., p.57.
“Los mujiks [retratados por Tolstoi] morían como
Rolando, Tristán y Don Quijote: sabían.” Op. cit.,
p.23.
“Finalmente, última conclusión, la más
importante: la simplicidad con la que se aceptaban y se efectuaban los ritos
de la muerte, de forma ceremoniosa, por supuesto, pero sin dramatismo, sin
un exceso de gestos emotivos.” Op. cit.,
pp. 25-6.
“[...] el obispo san Vaast, fallecido en 540, había
elegido su sepultura fuera de la ciudad. Pero cuando los que debían cargar
con el cuerpo quisieron alzarlo, no pudieron moverlo.
De pronto pesaba muchísimo. Entonces el arcipreste ruega al santo que
ordene ‘que te lleven al lugar que nosotros (es decir el clero de la
catedral) te hemos preparado’. Supo interpretar la voluntad del santo,
pues de inmediato el cuerpo se volvió ligero.” Op.
cit., pp.27-8.
“En 1231, el concilio de Ruan prohíbe que se baile
en el cementerio o en la iglesia so pena de excomunión. Otro concilio de
1405 veta los bailes en el cementerio y la celebración de cualquier clase
de juegos, y prohíbe que mimos, juglares, caratuleros, músicos y
charlatanes ejerzan su turbio oficio.” Op. cit.,
p.30.
“El espectáculo de los muertos, cuyos huesos
afloraban a la superficie de los cementerios, como la calavera de Hamlet, no
despertaba entre los vivos más sobresalto que la idea de su propia muerte.
Tan familiares les eran los muertos como familiarizados estaban con su
propia muerte.” Ibidem.
Por ejemplo, “el gran fresco de Albi, de las
postrimerías del siglo XV o de comienzos del XVI, que figura el Juicio
final, nos muestra a los resucitados llevando el libro colgado del cuello,
como un carnet de identidad, o más bien como una ‘balanza’ de las
cuentas que hay que presentar a las puertas de la eternidad”. Op.
cit., p.34.
“El agonizante verá la totalidad de su propia vida,
tal como la contiene el libro, y se sentirá tentado, bien sea por la
desesperación de sus faltas, o por la ‘gloria vana’ de sus buenas
acciones, o por el amor apasionado de las cosas y los seres. Su actitud, en
la exhalación de este momento fugaz, borrará de golpe los pecados de toda
su vida, si rechaza la tentación, o, por el contrario, anulará todas sus
buenas acciones, si cede. La última prueba ha venido a substituir al Juicio
final.” Op.
cit., p.35.
Así lo expresa, por ejemplo, Francisco de Quevedo en
uno de sus múltiples sonetos en los que trata el tema de la muerte: “La
vida nueva, que en niñez ardía, / la juventud robusta y engañada, / en el
postrer invierno sepultada, / yace entre negra sombra y nieve fría.” “Arrepentimiento
y lágrimas debidas al engaño de la vida”, Antología
poética, Orbis, p.16.
“Durante la segunda mitad de la Edad Media, del
siglo XII al siglo XV, se produjo un acercamiento entre tres categorías de
representaciones mentales: las de la muerte, las del conocimiento que cada
uno tenía de su propia biografía y las del ferviente apego a las cosas y a
los seres poseídos en vida. La muerte se convirtió en el tópico más
favorable para que el hombre tomara consciencia de sí mismo.” Ariès, Op.
cit., p.39.
“El hombre de las sociedades tradicionales, que era
el de la primera Edad Media, pero que también era el de todas las culturas
populares y orales, se resignaba sin mucho esfuerzo a la idea de que todos
somos mortales. Ya en plena Edad Media, el hombre occidental rico, poderoso
o culto, se reconoce a sí mismo en su muerte: ha descubierto la muerte
propia.” Op.
cit., p.41.
“Desde entonces, al igual que el acto sexual, la
muerte se presenta cada vez más como una transgresión que arranca al
hombre de su vida cotidiana, de su sociedad razonable, de su trabajo
monótono, para someterlo a un paroxismo y arrojarlo entonces a un mundo
irracional, violento y cruel.” Op. cit.,
p.44.
“En cambio, durante el siglo XIX, una nueva pasión
se apodera de los asistentes. La emoción los agita, lloran, rezan,
gesticulan. No desdeñan los gestos dictados por el uso, muy al contrario,
pero los realizan despojándolos de su carácter trivial y habitual. Ahora
se describen como si se inventaran por vez primera, espontáneos, inspirados
por un dolor apasionado, único en su género.” Op.
cit., p.45.
Un ejemplo característico de este tipo de estética
es el famoso poema de José de Espronceda, El estudiante de
Salamanca, cuyo clímax lo constituye una boda macabra del protagonista,
Félix de Montemar, con una difunta. En una de sus octavas finales, se lee
lo siguiente: “Y en mutuos abrazos unidos, / y en blando y eterno reposo,
/ la esposa enlazada al esposo / por siempre descansen en paz: / y en
fúnebre luz ilumine / sus bodas fatídica tea, / les brinde deleites y sea
/ la tumba su lecho nupcial”, El
estudiante de Salamanca, Cátedra, 1988, pp.121-2.
“Las cláusulas pías, las elecciones de sepultura,
las fundaciones de misas y servicios religiosos, las limosnas desaparecieron
y el testamento quedó reducido a lo que hoy es, un acta legal de
distribución de fortunas.” Ariès, op.
cit., p.46.
“La muerte, antaño tan presente, por ser tan
familiar, comienza a esfumarse ahora hasta desaparecer. Se ha convertido en
algo vergonzoso que es causa de interdicto.” Op.
cit., p.55.
En este sentido, el relato de la agonía del
historiador François de Dainville, el cual se arrancó la máscara
respiratoria y, antes de caer en coma, pronunció sus últimas palabras: “me
están frustrando la muerte”, es una de las muestras más significativas
de este tipo de sugerencias. Op. cit.,
p.171.
“Las aparentes manifestaciones de duelo se han
vuelto reprobables y desaparecen. Ya nadie va de luto ni adopta un atuendo
distinto del que usa cada día.” Op. cit.,
p.57.
“Cuanto más atenuaba la sociedad las represiones
victorianas sobre el sexo, más impugnaba las cosas de la muerte. Y, al
mismo tiempo que la prohibición, aparece la transgresión: en la literatura
maldita, resurge la mezcla de erotismo y muerte, perseguida del siglo XVI al
XVIII, mientras que en la vida cotidiana se instaura de nuevo la muerte
violenta.” Op. cit.,
p.58.
Michel Foucault, un autor que conecta bastante con la
perspectiva levantada por Ariès, demuestra esta tesis en su Historia
de la sexualidad, especialmente en el segundo volumen.
Es por tal razón que el carácter público de la
agonía, que era un rasgo de origen muy antiguo, se mantuvo en las clases
altas incluso más allá del momento en que no era práctica habitual en la
mayor parte de la sociedad.
“En época ya tardía, las últimas voluntades
orales llegaron a ser sagradas para los supervivientes que, desde entonces,
se sienten obligados a respetarlas al pie de la letra.” Op.
cit., p.143.
“A partir del momento en que un grave riesgo amenaza
a un miembro de la familia, ésta conspira de inmediato para privarle de su
información y de su libertad.” Ibidem.
“Gorer demuestra de forma asombrosa cómo, en el
siglo XX, la muerte sustituyó al sexo como principal interdicto.” Op.
cit., p.154.
“A veces nos preguntamos, con Gorer, si buena parte
de la patología social de hoy en día no tiene su origen en la evacuación
de la muerte fuera de la vida cotidiana, y en la prohibición del duelo y
del derecho a llorar a los muertos.” Op. cit.,
p.156. Una ilustración perfecta de esta idea es la conmovedora
película
Secretos y mentiras, de Mike
Figgis, en la que se nos cuenta, entre otras cosas, la vida desasosegada de
un matrimonio que no sólo no admite la muerte de su único hijo, sino que
ni siquiera han podido nunca hablar de ello; con ocasión de una
celebración de cumpleaños, el padre, ante toda la familia, habla por
primera vez de ello, provocándose una catársis de múltiples consecuencias,
que abre la esperanza de que la convivencia pueda volver a ser posible.
“La idea de convertir en vivo a un muerto para
festejarlo por última vez no puede parecer pueril e incongruente. [...] Es
la primera vez que una sociedad honra a sus muertos de forma tan
generalizada negándoles el estatuto de muertos. Esto sucedía no obstante
del siglo XV al XVII, pero para una sola categoría de muerto: el rey de
Francia. A su muerte, embalsamaban al rey, lo ataviaban con la púrpura del
día de la consagración y lo tendían en un lecho de gala como si fuera a
presidir las Cortes y estuviera a punto de despertar.” Op. cit.,
p.159.
José Luis López Aranguren: Ética,
Alianza Universidad, 1985, 2ª parte, cap. 24, pp. 298-308.
Aranguren, op. cit., p.298.
“De esta imposibilidad de imaginar la muerte procede
su inevitable sustantivación: nos la representamos siempre, bien
alegóricamente, bien personificada por modo fantasmagórico o espectral, o,
en fin, sustituida por los muertos.” Op.
cit., p.299.
“Pero nuestro tiempo, con su ciencia y su
pseudociencia, hace todavía más: fomenta la esperanza pseudocientífica
de, en algún modo, no morir, de alejar, tal vez indefinidamente, la muerte.” Op. cit.,
p.300.
“Hubo una época, todavía no lejana, en que se
consideraba de mal gusto, incluso intelectual o literario, hablar de la
muerte. Hoy ocurre lo contrario. Pero la muerte puede ocultarse tanto silenciándola como
hablando de ella.” Op. cit.,
p.301. [El subrayado es nuestro.]
“[La muerte negada] consiste en quitar gravedad a la
muerte, en considerarla como simple pasaje.”
Op. cit.,
p.302.
“Según esta concepción, la muerte queda totalmente
incorporada a la vida, disuelta en todos y cada uno de sus momentos.” Ibidem.
“Tengo que hacer de la muerte –dice Rilke- mi
muerte propia, preparada y conformada, ‘trabajada’ (arbeiten)
y ‘dada a luz’ (gebähren) por
mí mismo.” Op.
cit., p.304.
Aranguren critica a Rilke por lo que entiende que es
una muestra de cierta soberbia: “Su riesgo es, evidentemente, aparte el de
querer ‘dominar’ la muerte, el de caer en una especie de esteticismo
trágico. El de que el muriente, no queriendo morir ‘como los demás’,
sino de una manera ‘elegida’ y ‘artística’, se componga
para la muerte como quien se compone para una grande y dramática fiesta.” Ibidem.
“[...] por tanto, cuidando de nuestra muerte, nos la
apropiamos, nos la incorporamos. Lo que era puro ‘hecho bruto’ se
convierte en la suprema posibilidad.
Estábamos sometidos a la muerte y nos volvemos libres para la muerte. La
muerte queda así plenamente interiorizada. La muerte se convierte en acto
humano, en acto libre.” Ibidem.
“La muerte priva a la vida de toda significación, y
no es, no puede ser, una estructura ontológica de mi ser, en tanto que ‘para
mí’ (pour-soi), sino en cuanto pour-autrui,
a los ojos del otro. Aunque a su manera, también Sartre viene a admitir la
concepción de Epicuro: morimos para
el otro, sólo el otro puede dar sentido a nuestra muerte; sólo el otro
tiene ante sí mi vida entera, para disponer de ella como quiera. Para mí, mi muerte es simplemente absurda.” Op. cit.,
p.306.
“Con el asesinato administrativo de millones de
personas, la muerte se ha convertido en algo que nunca había sido temible
de esa forma. Ya no queda posibilidad alguna de que entre en la experiencia
vital de los individuos como algo concorde con el curso de su vida.” Dialéctica
negativa, Taurus, Madrid, 1984, p.362.
“Las reflexiones que le buscan un sentido a la
muerte son tan desvalidas como las afirmaciones tautológicas sobre ella.” Op.
cit., p.369.
“La afirmación de que la muerte es siempre igual
resulta tan abstracta como falsa; la forma en que la conciencia se resigna a
la muerte varía según las condiciones concretas, y este cambio puede
llegar a afectar a la misma esencia.” Op.
cit., p.371. Evidentemente,
esta opinión conecta con el enfoque que Ariès da a su trabajo de
investigación sobre la muerte en Occidente que hemos estado comentado
previamente.
“[...] desde Auschwitz, temer la muerte significa
temer algo peor que la muerte.” Ibidem.
El único que se escapa un tanto a este esquema es
Aranguren que, a pesar de que reconoce la existencia de diversas actitudes,
tiene presente continuamente la distinción entre el hecho de la muerte y
nuestra preocupación por ella, dando por sentado que el primero no es
susceptible de varianza histórica. Ahora bien, ¿qué es la muerte si no lo
que el yo piensa o imagina que es? ¿Podemos disociar tan claramente la
muerte de los pensamientos en torno a ella? ¿Existe una objetividad de la
muerte?
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