MUNDOS REFLEXIONADOS  

ÉTICA  

ÉTICA Y AUDIENCIA[1]

Begoña Román Maestre
Doctora en filosofía, profesora de la Universidad de Barcelona y de la Universidad Ramon Llul  

broman@trivium.gh.ub.es
 

Nos proponemos en este breve artículo ofrecer una serie de criterios éticos capaces de juzgar al único criterio que utilizan los medios de comunicación actuales, fundamentalmente radio y televisión, a la hora de evaluar la calidad del servicio que ofrecen. Nos ceñiremos a dos tradiciones éticas, la kantiana y la aristotélica, que nos orientarán en la propuesta de unos criterios éticos para la audiencia. También aludiremos a la dinámica de las organizaciones y de las organizaciones empresariales que son las empresas de comunicación, y acabaremos con algunas reflexiones sobre la otra parte implicada en la cuestión de la audiencia, a saber, la del usuario o consumidor concienciado.

En las sociedades democráticas, en las que cada ciudadano tienen derecho a voz y voto, el papel de los medios de comunicación es clave, pues el ejercicio responsable de tal derecho de la ciudadanía sólo puede darse en condiciones de información y formación, y ésas son, junto con la de entretener, las tres funciones clave que los medios de comuncación tienen por misión. Una posibilidad que tienen estos medios de garantizar la calidad del cumplimiento de su cometido es la consulta al implicado, el usuario de tales medios, pidiéndoles su opinión sobre la información, la formación y el entretenimiento ofrecido.

Pero en este mismo punto ya surgen los problemas, porque los medidores de audiencia sólo alcanzan a informar sobre la conexión de los aparatos receptores y, en absoluto, atención y recepción van siempre parejas: la conexión del aparato no informa sin más sobre la calidad de la escucha. Sí puede advertirse lo contrario, la falta de interés de un programa se demuestra en su falta de audiencia. Dicho de otra manera, el seguimiento masivo por parte de la audiencia de determinados programas es condición necesaria para conocer la calidad del servicio -en la vertiente subjetiva de satisfacción del usuario, pero no es suficiente criterio para juzgar del correcto cumplimiento de su labor. Así pues, la conexión de los medidores de audiencia es condición necesaria, pero no es condición suficiente para medir la calidad de la audiencia.

En efecto, si reducimos el concepto de calidad, como suele hacerse, a la mera satisfacción del cliente y, en el caso que nos ocupa, reducimos la satisfacción a la conexión del aparato receptor, desconocemos como mínimo dos aspectos clave de la calidad: el aspecto objetivo, inherente al objeto, servicio o producto ofrecido; y el aspecto referente a la cultura o formación de los usuarios. Respecto del primer aspecto cabría analizar si se cumplen las finalidades que legitiman la oferta del producto o servicio y son su razón de ser: éstas son finalidades inherentes, intrísecas a las actividades, independientemente de los intereses de los sujetos que las llevan a cabo. Respecto del segundo aspecto cabe añadir que no es igualmente vàlida la opinión de un usuario poco exigente, que se acostumbró a lo ofrecido y que, a falta de conocer más calidad, se considera satisfecho con lo objetivamente mediocre, que la de un usuario in/formado. Es acertado aquel refrán popular que menta que "en el reino de los ciegos el tuerto es el rey".

¿Hay alguna posibilidad de acabar con ese círculo vicioso en el que los medios de comunicación ofrecen lo que la audiencia pide, mas la audiencia sólo pide a partir de una carta muy restringida que es, precisamente, la que se ofrece? Creemos que hay varias posibilidades, pero la indispensable consiste en asumir la dimensión ética que reclama toda prestación responsable de un servicio a un tercero; y más cuando lo que está en juego es el gran poder[2] de los medios de comunicación, con la consiguiente responsabilidad en el mecanismo democrático y la trascendentalidad de dicho mecanismo para la autonomía personal.

No nos engañemos, tampoco nos será de mucho valor que el progreso meramente tecnológico ponga en manos de los usuarios la posibilidad de una democracia más directa y participativa, vía internet por ejemplo, pues el medio sólo ofrece la posibilidad tecnológica, pero ¿cuándo se puede legítimamente hablar de abuso de lo que se dice y de lo que escucha?

Aristóteles define la virtud moral como un hábito que consiste en un  término medio entre dos extremos que son dos vicios, uno por exceso, el otro por defecto[3]. Si aplicamos tal reflexión a la expansión de la democracia a la que apelan los apologetas de internet para vender la eticidad de esas tecnologías, nos hallamos ante el mismo vacío ético en el que caen radio y televisiones: en un extremo, el del defecto por falta de perspectiva, el ciudadano, a costa del bombardeo unísono -desde una única perspectiva- y constante de determinadas informaciones, termina concluyendo, por ejemplo, que esa información es toda la información. El extremo por exceso se da igualmente cuando se bombardea con tal pluralidad de perspectivas que, al carecer de criterio para enjuiciarlas, el ciudadano acaba considerándolas a todas ellas igualmente válidas.

Y la pregunta por las consecuencias de todo ello es muy pertinente: ¿qué sucede cuando en una sociedad democrática los medios de comunicación pierden credibilidad? El peligro de entrar en una dinámica absurda, por carente de finalidad legitimadora, que no tenga más límite que el funcionamiento de los receptores medidores de audiencia, radica en la agonía de la democracia.

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Un primer criterio ético para la audiencia nos lo ofrece el enfoque aristotélico de las actividades humanas, y más concretamente, la versión actualizadora que de él ha llevado a cabo A. MacIntyre[4]. Para la tradición aristotélica la legitimidad de las actividades humanas, las individuales y las colectivas, su razón de ser, se encuentra en el cumplimiento de la finalidad que les da origen[5]. La pregunta para qué, qué se pretende lograr con tal actividad, deviene clave por captar la cuestión del sentido. Si aplicamos a los medios de comunicación esta perspectiva, encontramos que dichos medios son, exactamente, lo que su misma denominación menta, a saber, medios, instrumentos para posibilitar la comunicación, y ésta se concreta en las tres funciones de informar, formar y entretener que antes anunciábamos.

Si a esta perspectiva añadimos la de la calidad, de manera que se pueda medir con un baremo el logro de tales objetivos, tendremos un criterio ético para la audiencia: ¿Estamos informando verazmente a la audiencia?[6]¿Le estamos ofreciendo la información lo más objetivamente posible para que ella pueda formarse su propio juicio? ¿Estamos haciéndolo de manera entretenida y motivadora, pues ésta es condición indispensable para garantizar la atención requerida? Esta serie de preguntas se las debe hacer el propio ente televisivo y radiofónico, y si él no lo hace, es la audiencia quien ha de recordárselo.

Cuando hablamos de ética hablamos también del enjuiciamiento de acciones según el criterio del progreso de los ciudadanos en el logro de su autodeterminación, autonomía o libertad, y en el ethos que dota de dignidad. Tal autonomía nos ayuda a vislumbrar un criterio para el progreso, a saber: sólo hay progreso si se coadyuva a liberar al hombre de servidumbres naturales, físicas, culturales y sociales. Todo lo que contribuya a liberar al ser humano de servidumbres físicas ajenas a su voluntad y de la explotación del hombre por el hombre es auténtico progreso, éticamente merecedor        -digno- de tal nombre.

Pues bien, este descubrimiento de la autonomía por parte de la filosofía ilustrada, sobretodo la kantiana, nos da otro criterio ético para juzgar el uso o abuso del “progreso” tecnológico, que ha permitido, a su vez, el desarrollo de las tecnologías de los mass media: ¿en qué medida los contenidos informativos, formativos o lúdicos permiten y coadyuvan  a que los ciudadanos progresen en su proyecto de persona? ¿Cómo, si es el caso, lo frenan, lo entorpecen o lo impiden?

Si no se realiza la función que legitima los medios en la democracia, como es ofrecer información, ofrecer contenidos para formar opiniones, dar entretenimiento, y que esto a su vez permita realmente forjar caracteres humanos; si los medios de comunicación no cumplen con su objetivo -finalidad objetiva-, con el servicio social que les compete en responsabilidad ejercer, no hay ética ni profesionalidad en su hacer. Y si tampoco garantizan la in/formación de la autonomía de la audiencia, no cabe el discurso sobre la calidad.

Que las transmisiones en directo del dolor o de actos que causan vergüenza ajena por escandalosos generan audiencia, es un hecho –y muy actual con el ataque a Irak-; que se tenga derecho a emitir o a reclamarlo como audiencia es tema ético por antonomasia. Descargar sin más las culpas en la satisfacción de la audiencia es, como nos diría Sartre, un acto de mala fe.

 

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Por otro lado, la llamada "opinión pública"[7] no puede ser reducida sin más a la opinión publicada y ésta a su vez verse sometida a los intereses empresariales y políticos de los  grandes grupos de presión, normalmente empresariales; por eso es necesaria la existencia de canales públicos de comunicación en el que el adjetivo imparcial no sea mera ironía, sátira cuando no cinismo. De ahí la importancia de medios de comunicación estatales sufragados por el erario público; para éstos la dinámica de la organización ya no puede ser estrictamente empresarial, sometida a los vaivenes de la oferta y demanda del mercado -ni de votos, ni de audiencia-.

No garantizar transparencia y publicidad de las fuentes de información; no garantizar transparencia y publicidad de los propietarios de las empresas de comunicación; no posibilitar la distinción entre interpretación meramente subjetiva, interesada, e información, y no asumir profesionalmente la crítica al mero criterio de la audiencia, es una falta de honradez.

Si queremos, porque la necesitamos, una ética para la audiencia, el propio afectado, la audiencia misma, tiene que llevar a cabo una tarea de concienciación de sus posibilidades en el juego democrático y, en consecuencia, en el terreno de los medios de comunicación. La demanda -por entrar en el juego de la dinámica económica- y la exigencia ética de más lugares de exposición y participación para los usuarios que garanticen la crítica a los mismos medios y, con ella, la pluralidad informativa, es un factor de presión decisivo para hacer efectiva la ética de la audiencia.

El papel de la audiencia no debe reducirse al conformismo de la aceptación acrítica, o a la mera acción de apagar el aparato receptor, con el consiguiente peligro de la desinformación. Pues, en verdad, la audiencia también tiene su poder de presión y, por tanto, su responsabilidad.  


[1] Escrito publicado en catalán en “Criteris ètics per a l'audiència”

en la revista Bioètica & Debat ; any VII, nº 24; pp.13-15 (2001);  

[2] Mucho se ha hablado del cuarto poder pero está por ver si no se reduce al poder económicoempresarial.
[3] Ética a Nicómaco, II, 6 1106b 35-1107a 2.
[4] A. MacIntyre: Tras la virtud, Barcelona, Madrid, Crítica, 1987.
[5] Vid sobre el tema C. Ruiz Caballero: “Ética de la información”, Ars Brevis, nº 6, 2000, pp. 337-355.

[6] Tener que añadir el adverbio “verazmente” ya es un indicativo de lo bajo de moral que andamos, en sintonía con la poca transparencia de las fuentes de información y con la inexistencia de pluralidad de perspectivas y del ejercicio del derecho al disenso.

[7] Un gran problema de fondo al que sólo aludiremos: qué sea esa cosa llamada "opinión pública".